Un santo para cada día: 4 de septiembre San Moisés (Patriarca. Conductor de Israel a la Tierra Prometida)

El Moisés de Miguel Ángel
El Moisés de Miguel Ángel

En Egipto durante la dominación de los Hicsos, los extranjeros en general eran respetados, pero con la siguiente dinastía no fue así, iniciándose una política de persecución y exterminio contra los judíos, promulgándose una ley, sin que se sepa el nombre del faraón que la dictó, según la cual las madres hebreas debían deshacerse de los hijos varones. Son los tiempos en que nace Moisés de la tribu de Leví. Sus padres Amran y Jochebed tratan de ocultarle durante tres meses, pero ante la imposibilidad de poder ocultarle por más tiempo, preparan una cestilla de juncos recubierta de brea para ser depositada a las orillas del Nilo. Una vez allí sucede lo que ya sabemos. Una hija del Faraón se hace cargo de este niño, al que pone el nombre de Moisés que significa “salvado de las aguas” y le lleva con ella para ser educado en Palacio. Lo primero que hace la princesa es buscar una nodriza, para amamantarle; pronto alguien que seguía de cerca los acontecimientos, su hermana, escondida entre los juncos, le encuentra una, su propia madre. Durante dos años Moisés estaría en sus brazos, recibiendo sus caricias y sus besos, sin que en la corte nadie sospechara nada. Esta sería la primera intervención milagrosa, de Dios sobre Moisés que, juntamente con Abraham, estaba llamado a ser una pieza fundamental en la historia de su pueblo.

Cuando este niño fue consciente de su condición de judío y de lo que ello significaba, comenzó a sufrir enorme desconsuelo al ver el trato inhumano que la administración egipcia imponía a los suyos. En una ocasión presenció personalmente como un guardián egipcio maltrataba a un compatriota suyo y sin poder contenerse, arremetió contra el maltratador hasta matarlo. Trató por algún tiempo de ocultar el hecho, pero al ver que esto había trascendido y temiendo la justicia del faraón, huyó. Le hicieron falta unas cuantas horas de camino para salir del territorio egipcio y ponerse a salvo. A partir de ahora tendría que ir acostumbrándose a la vida nómada y ganarse la vida pastoreando ganado. En este trascurrir errático, Moisés se ganó la confianza del sacerdote Jetró, quien le recibió en su casa y le trató como un hijo, nombrándole capataz de todos los pastores, permitiéndole incluso que se casara con su hija Séfora.

En su constante peregrinaje trashumante por las estepas del Sinaí, habría de tener lugar la segunda intervención milagrosa del Dios de Israel, quien un día en el monte Horeb se le muestra a través de una zarza ardiendo de las muchas que había por allí, pero con la peculiaridad de que el fuego nunca se consumía Al acercarse, se vio interpelado por una voz de trueno que le decía: “No te acerques, quita el calzado de tus pies, porque el lugar que pisas es tierra santa. Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias. Por eso he descendido para librarlos de manos de los egipcios y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a una tierra que mana leche y miel… Ven, por tanto, ahora, y te enviaré al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los hijos de Israel.”  Moisés obedece, llevando la misiva divina al faraón, (posiblemente Ramsés II), pero éste no hace caso, hasta que las doce plagas de Egipto le hacen entrar en razón al comprobar que el Dios de los judíos habla en serio y a él no le queda otro remedio que dejar marchar a los judíos.

Moisés sería el encargado de conducir al pueblo de Israel por el desierto hacía la tierra prometida, dicen que entre todos serían unos seiscientos mil, sin contar a los niños. La caravana iba ya acercándose al mar rojo, frontera con Egipto, cuando se ven sorprendidos por el ejército del faraón, el cual había cambiado de opinión y trataba ahora de recuperar a sus esclavos judíos; va a ser el momento en que se produce la tercera intervención de Dios que tiene colocada su mano protectora sobre su pueblo. El mar se traga a los ejércitos del faraón y los israelitas pueden continuar tranquilamente su camino.

Moisés
Moisés

Trascurridos tres meses desde la salida de Egipto, se iba a producir la cuarta intervención de Yahvé. Moisés había subido al monte Sinaí y allí recibiría las tablas de la ley; con ello se establecía un pacto: el pueblo de Israel se comprometía a cumplir los diez preceptos básicos y en compensación Yahvé le garantizaba su protección. Por ello, al regresar con los suyos, la decepción de Moisés no pudo ser mayor al verlos entregados a la idolatría. La travesía habría de continuar por el desierto inhóspito, aguantando las críticas y las quejas de un pueblo de dura cerviz; aún con todo, la ayuda divina nunca les faltó en forma de hechos prodigiosos, como el maná o el chorro de agua saliendo de la roca.  Por fin la tierra de promisión se abría ante sus ojos, pero solo la generación nacida durante el éxodo pudo entrar en ella. Debido a un pecado de desobediencia Yahvé había vetado a Moisés la entrada en la tierra de promisión y solo le permitió contemplarla a lo lejos, desde la cima del monte Nebo, en Moab, donde murió habiendo cumplido los 120 años.

Reflexión desde el contexto actual: 

Desde los primeros tiempos del cristianismo, Moisés es visto como un enviado de Dios, un mediador entre Yahvé y el pueblo elegido. Salvando las distancias, entre Moisés y Jesús existe cierto paralelismo. Ambos son guías, uno del pueblo de Israel, el otro de todos los pueblos de la tierra, ambos libertadores uno de la opresión egipcia el otro del pecado.  Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés, el que da cumplimiento a lo anunciado por el profeta. Desde nuestra perspectiva cristiana, Moisés se nos muestra cumpliendo el papel de precursor del mismo Jesús, quien siempre que se refiere a él, lo hace con el máximo respeto. En el Evangelio, las enseñanzas de Jesús van asociadas a las de Moisés, que sin duda es el personaje del Antiguo Testamento que más se le parece. Junto con Abraham, Moisés sigue siendo también un referente para las otras dos grandes religiones monoteístas: el judaísmo y el islamismo. Si Kierkegaard pudo ver en Abraham al caballero de la fe en Dios, bien podríamos ver en Moisés al símbolo viviente de la esperanza.

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