Un santo para cada día: 24 de junio Natividad de San Juan Bautista. (El mayor entre los hijos de mujer)
| Francisca Abad Martín
“A Isabel se le cumplió el tiempo y dio a luz un hijo. Todos los vecinos comentaban sorprendidos ¿qué llegará a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él” (Lc. 1, 57-66).
Normalmente de los santos conmemoramos solo la fecha de su fallecimiento, que es en realidad el verdadero nacimiento a la vida eterna. Solo de San Juan Bautista, además de la fecha de su fallecimiento, celebramos también la de su nacimiento, de ahí comprenderemos la gran importancia que tiene este Santo en el contexto de la vida de Jesús.
Un día llegó Zacarías a Jerusalén para cumplir con sus deberes sacerdotales. Él vivía en una aldea próxima a Jerusalén, llamada Aim Karim con su esposa Isabel. No habían tenido hijos, por eso Isabel estaba estigmatizada por la comunidad, habiéndole aplicado el calificativo de “estéril”, porque parece ser que la edad de concebir ya había pasado hacía tiempo. Los sacerdotes acudían por turno al templo y allí iban cuando les tocaba realizar el servicio religioso.
Un día, como tantos otros, Zacarías entró en el “Santa Santorum”, separado del resto del templo por un velo, dispuesto a quemar el incienso purificador. Él no se esperaba que lo que entonces iba a suceder allí cambiaría por completo, no solo su vida, sino el curso de la historia del pueblo de Israel. La gente, que esperaba fuera, estaba expectante, porque para ellos ese incienso que se quemaba era símbolo de sus oraciones y de sus muchos pecados, que se elevaban hasta Yahvé junto con el humo que desprendía y así eran perdonados por el Todopoderoso.
Aquel día, envuelto en nubes de incienso, Zacarías contempló a un ángel y lógicamente se asustó, pero el ángel le dijo: “No temas, Zacarías, pues tu oración ha sido escuchada; tu mujer, Isabel, concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan” (Lc. 1, 13). Es lógico pensar que después de tantos años de ansiosa espera, él ya creyera que esto era imposible y tuvo sus dudas. El ángel le dijo:”Yo soy Gabriel y tú te quedarás mudo hasta que se cumplan estas cosas, por no haber creído en mis palabras” (Lc. 18-20). Todo esto había retardado considerablemente la ceremonia y la gente se impacientaba, pero al salir Zacarías, con el rostro demudado y sin poder hablar, comprendieron que algo trascendente había ocurrido en el interior.
Al llegar a su casa tuvo que comunicarle por escrito a su mujer lo que le había sucedido y es casi seguro que ésta tampoco lo creyera, pero cuando, con el transcurrir de los meses comenzó a sentir a la criatura crecer y moverse en su interior, supo con toda certeza que tenía grandes y poderosos motivos para alabar a Yahvé, que le había hecho tal merced. Después llega su prima María, también encinta, e Isabel comprende que algo muy grande está sucediendo, porque ante su saludo la criatura salta de gozo en su interior. María se habría desplazado desde Nazaret hasta Aim Karim, probablemente con alguna caravana, para poder atender a su prima que, siendo ya mayor, la necesitaría en el parto. Y se queda con ella hasta que nace Juan. Llegado el momento de dar a luz todo trascurre con normalidad, con la lógica alegría de cuantos pudieron presenciar este portento, comenzando por los propios padres de la criatura y como es de suponer lo celebrarían por todo lo alto, no con fuegos artificiales, pero tal vez encendiendo hoguera purificadora, precedente de lo que se haría siglos más tarde en muchos lugares la Noche mágica de S. Juan, que viene a ser un ritual cargado de simbolismo, con el que se quiere dar a significar el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
Luego vendría la circuncisión, ceremonia que el evangelista nos refiere, con todo lujo de detalles y que se celebraba a los ocho días del nacimiento de un varón, en la que se le imponía un nombre. En el caso de Juan, como su padre no podía hablar, pensaban lógicamente llamarle Zacarías como él, pero éste pidiendo una tablilla encerada, escribió con un punzón “Su nombre es Juan”. Todos quedaron sorprendidos. Así se llamaría quien estaba predestinado para ser el más grandes de los profetas, el elegido para preparar los caminos del Mesías, del Señor. Tan grande sería la figura del hijo de Isabel y Zacarías, que Jesús llegó a decir de él “Yo os digo que no hay entre los hijos de mujer nadie mayor que Juan” (Lc. 7, 28-29). Aun así, toda la grandeza de este personaje quedaría eclipsada cuando aparece en escena Jesús, pues a pesar de ser “grande” Juan es solo el precursor, el siervo de quien como el mismo diría, es indigno de desatar la correa de su sandalia.
Reflexión desde el contexto actual:
El nacimiento de Juan el Bautista representa el anuncio del fin de una etapa y el comienzo de otra nueva, la línea divisoria que diría S. Agustín entre los dos testamentos. Él fue destinado por Dios para anunciar que se acabaron los viejos tiempos de la ley y comenzaban los nuevos tiempos de la gracia. La liturgia de la Iglesia, que todos los años celebramos por Aviento como preparación para la Navidad, no se puede entender sin hacer referencia a este personaje fundamental. Después de haber escuchado sus palabras y haber estado atentos al testimonio de su vida, ya solo nos queda llenarnos de gozo por ver cumplida la promesa que Dios hizo a su pueblo.