Un santo para cada día: 30 de julio S. Pedro Crisólogo (El orador sagrado de verbo fluido)
El sobrenombre con el que se le conoce a este santo no es ningún gentilicio, sino que responde a la intencionalidad de resaltar en él una cualidad excepcional, directamente relacionada con la oratoria sagrada, por eso se le comenzó a llamar Crisólogo que significa “palabra de oro”, lo cual se ajusta bastante a la realidad porque estamos ante uno de los mejores oradores que se haya subido a los púlpitos. Leyendo sus sermones nos damos cuenta de que responden a un plan bien estructurado; cuidadosamente elaborados, bastante retóricos, carentes eso sí de un fondo doctrinal que pudiera acreditar a su autor como un teólogo profundo. En cualquier caso, el Crisólogo iba a tener una misión importante, en un momento en que la civilización estaba cambiando de signo y los bárbaros comenzaban a imponer su ley a sangre y fuego. Desde la perspectiva de la eternidad este predicador contempla el espectáculo sin miedos, ni inquietudes, con la tranquilidad de quien sabe que las cosas igual que vienen se van. “Los pasados vivieron para nosotros, nos dirá, nosotros para los venideros; nadie para sí”
Poco conocemos de los orígenes de Pedro. Debió nacer hacia comienzos del siglo V, probablemente en Imola (Italia), en la que su padre había sido obispo y que tras su muerte le tomó a su cargo el nuevo obispo de la ciudad, llamado Cornelio, quien le bautizó y se encargó de su educación, ordenándole por fin diácono.
El año 433 va a ser muy significativo para él, porque fue cuando murió Juan, el arzobispo de Rávena, la ciudad imperial de Occidente, donde residía el emperador Valentiniano III y su madre Gala Placidia que le honraban con su amistad, tanto es así que le propusieron al papa para que fuera precisamente él quien ocupara la sede que había quedado vacante y así sucedió, esto se hizo con el disgusto de los ciudadanos que hubieran preferido a un ravenés, que fuera hijo de la ciudad. Entraba con mal pie, el pueblo no le quería y los clérigos desconfiaban de este advenedizo. No le fue fácil en los comienzos, pero poco a poco se hizo con la situación, a medida que los fieles se iban dando cuenta que su obispo era un hombre recto, con una doctrina segura y leal al papa y por supuesto, porque cuando se subía al púlpito daba gusto escucharle. Ello fue motivo para que en Rávena se le fuera cogiendo afición y no solamente en Rávena sino en todo el orbe cristiano.
Su celo apostólico y su gran piedad hicieron que su labor como obispo fuera encomiable, obteniendo unos sazonados frutos. Desplego gran actividad como constructor de edificios sagrados, supo aconsejar prudentemente a la emperatriz Gala Placidia, mientras fue regente del imperio y consiguió ganar para la causa de Cristo a muchas almas. Cuando comienza a ejercer como obispo de Ravena sobreabundaban los paganos, siendo muy pocos los que quedaban en la ciudad cuando él murió. Su vida estuvo presidida por un sincero celo apostólico aderezado por la piedad y por el ascetismo, que había ido dejando sus huellas en un cuerpo demacrado y macilento.
Según la tradición, el Crisólogo habría tenido una premonición de que su muerte era inminente, por lo que aconsejó a sus estrechos colaboradores que tuvieran previsto a su sucesor, al tiempo que emprendía el que habría de ser su último viaje a Imola, su ciudad natal, donde moriría un 31 de Julio del año 451 en cuya catedral reposan sus restos junto a los de S. Casiano.
Reflexión desde el contexto actual:
Sin duda, una de las dimensiones de S. Pedro Crisólogo que más le acerca a nuestros días, es su concepción amorosa de la Divinidad, que nos anima a considerar a Dios no tanto como juez sino como padre, lo que implícitamente determina cómo debe ser nuestra relación con El y que habría de quedar bien reflejado en esta frase lapidaria suya, tomada del sermón 67: “Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre desea ser amado y no temido”. ¿No es éste el nuevo rostro del cristianismo después del concilio Vaticano II?