Un santo para cada día: 8 de marzo San Juan de Dios (Un aventurero a lo divino)
San Juan de Dios fue un Santo extraordinario, comparable con San Francisco de Asís. Ninguno de los dos fue sacerdote. Fue beatificado por Urbano VIII el 21 de septiembre de 1630 y canonizado por Inocencio XII el 15 de julio de 1691
| Francisca Abad Martín
En la España de Carlos I no faltaron escenarios en los que se representaron hazañas bélicas. Famosa es la contienda del emperador con Francisco I de Francia. Dejándose llevar de su espíritu aventurero vemos como un joven, oriundo de Portugal, se alistaba en las tropas del conde Oropesa, fiel servidor del rey Carlos I, dispuesto a defender la plaza de Fuenterrabía atacada por el rey de Francia, Francisco I. De la contienda pudo salvar el pellejo casi milagrosamente, pero ello no fue impedimento para ofrecerse solícito en la defensa de Viena amenazada por los turcos.
Este joven se llamaba Juan Ciudad y Duarte, nació en Montemayor el Nuevo (Portugal) en 1495, hijo de un humilde artesano, honrado pero pobre. A los 8 años había salido de la casa paterna y andando, andando, llegó al Reino de Castilla. No tuvo, como Santa Teresa, un tío que le hiciera entrar en razón y le devolviera a su hogar. Llegó a Oropesa y allí se puso a servir en la casa de un rico propietario en calidad de pastorcillo. El pastorcillo se convirtió en rabadán, el rabadán en administrador y éste en hombre de confianza del señor. Su hija se enamoró de él y el padre estaba conforme con la boda, pero Dios tenía otros planes para Juan.
Un día Juan se marcha de la casa para alistarse en el tercio y después de haber terminado las contiendas bélicas relatadas, hace la peregrinación a Santiago de Compostela y después vuelve a su pueblo natal. Sus padres ya han fallecido y solo un pariente lejano le ofrece hospitalidad, cariño y dinero, pero él lo rechaza todo y llevado por su espíritu aventurero vuelve por tercera vez a España. Se hace ganadero en Sevilla, pasa a África y lo vemos de albañil en Ceuta. Regresa de nuevo a la Península y en Gibraltar, Algeciras y otras ciudades andaluzas, va por las calles vendiendo libros y estampas y con lo que saca, logra no solo sobrevivir sino también ayudar a los necesitados, por los que ya empieza a sentir una cierta inclinación, pero es a los 42 años cuando en Granada hay un suceso que cambiará definitivamente el rumbo de su vida. Predicaba por entonces allí San Juan de Ávila, que estaba haciendo una gira apostólica por toda Andalucía con fines evangelizadores. En una ocasión en que el célebre predicador hizo un encendido panegírico de la vida del S Sebastián, sus palabras llegaron a lo profundo del corazón de Juan, que arrepentido de sus muchos pecados, decidió cambiar radicalmente de vida. Se confesó entre lágrimas y repartiendo entre los pobres sus escasas pertenencias, se vistió pobremente y se marchó por las calles gritando: “¡Misericordia, Señor!”. Quienes lo veían se reían de él y le tomaban por loco, tanto que llegaron a denunciarlo y le llevaron a un manicomio, pensando que era peligroso. Así nos lo cuenta su biógrafo: “Dos hombres honrados compadecidos tomaron de la mano a Juan y lo llevaron… ¿Dónde? Al manicomio. Un ala del Hospital Real de Granada estaba ocupada por los locos. Allí, siente el duro tratamiento que se da a estos enfermos en su propia carne y se rebela de ver sufrir a sus hermanos. De esta experiencia surge la conversión a los hombres, que ya serán para Juan, “hermanos”. “Jesucristo me traiga a tiempo y me dé gracia para que yo tenga un hospital, donde pueda recoger los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirles como yo deseo”. Al salir del manicomio, Juan tiene muy claro que su función en la vida va a ser acoger a todos los pobres inválidos que encuentre, sean dementes, pobres, enfermos, desamparados, huérfanos, abandonados, o mujeres de la calle. Los últimos años de su vida, hasta su fallecimiento el 8 de marzo del año 1550, a los 50 años, los pasó atendiendo en el hospital fundado por él, a enfermos, tullidos, leprosos, tiñosos. etc. Llegó incluso a entrevistarse con el mismo Rey Felipe II. Pedía limosna para sus pobres, llevaba a hombros a los enfermos más repugnantes y cambiaba frecuentemente las ropas que llevaba puestas por los harapos de los indigentes.
Este comportamiento llegó a oídos del Obispo quien. enterado de ello, le obligó por obediencia a vestir un hábito pardo y un escapulario bendecidos por él, cambiándole el nombre por el de Juan de Dios. Así nació la nueva Orden de los Hermanos Hospitalarios, consagrada al cuidado de los enfermos y los locos.
San Juan de Dios fue un Santo extraordinario, comparable con San Francisco de Asís. Ninguno de los dos fue sacerdote. Fue beatificado por Urbano VIII el 21 de septiembre de 1630 y canonizado por Inocencio XII el 15 de julio de 1691.
Reflexión desde el contexto actual:
No hace falta ensalzar la gran obra humanitaria y benefactora de S. Juan de Dios, reconocida universalmente y raro es quien no tiene noticia de ella. La Orden Hospitalaria por él fundada es uno de esos monumentos erigido en favor de los pobres y de los enfermos, del que todo el mundo se siente agradecido. No es casualidad que a este hombre se le apellidara “De Dios”, porque de no haber sido Juan un hombre de Dios difícilmente hubiera podido llevar a feliz término obra tan encomiable, que en la actualidad goza de buena salud, presente en los cinco continentes con más de 20 millones de beneficiarios y que recientemente en el año 2015 fue galardonada con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia.