Un santo para cada día: 10 de agosto San Lorenzo (Modelo y protector de los diáconos)
| Francisca Abad Martin
Dice el Papa Francisco que “los mártires son cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel “amar hasta el extremo” que llevó a Jesús a la Cruz”.
El martirio de San Lorenzo dejó honda huella en la memoria de las gentes, que fueron transmitiéndola de forma oral, sin embargo, no tenemos ningún documento escrito de aquel martirio. Los primeros que hablan de él son el poeta hispanolatino Aurelio Prudencio y San Ambrosio, obispo de Milán, está también el florentino Dante Alighieri que transforma en materia poética el martirio de San Lorenzo. Nos encontramos en tiempos de la cruel persecución de Valeriano. Lorenzo según la tradición habría nacido en Huesca, hacia el año 225. Su nombre puede traducirse como: "coronado de laurel”.Perteneció a una familia en buena posición que le envía a cursar los primeros estudios a Zaragoza, para pasar posteriormente a Roma.
Corría bien avanzado el siglo III, hacia el 258. Había 7 diáconos en la Iglesia de Roma. Lorenzo era el principal de los 7 y además era el encargado de custodiar la “caja” donde se guardaban las aportaciones económicas que recibía la Iglesia, le llamaban “el diácono del Papa Sixto” por la confianza que éste depositaba en él, incluso algunos pensaban que tal vez algún día pudiera llegar a sucederle.
En Roma eran los prefectos los encargados de juzgar y condenar a los cristianos que eran apresados, apoderándose de sus bienes y lógicamente, uno de los primeros a quienes apresaron fue al propio Papa, cuando estaba celebrando misa en el cementerio en homenaje a todos los mártires enterrados allí. Dicen que Lorenzo pudo verle cuando le llevaban al suplicio; de él recibiría su última bendición pudiendo intercambiar ambos estas sentidas palabras: "Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?". A lo que Sixto respondió: "Hijo mío, dentro de tres días me seguirás". Reconfortados mutuamente se despidieron hasta verse en el cielo
El papa Sixto fue decapitado de inmediato, en cambio Lorenzo, como tenía custodiados los bienes de la Iglesia, no quisieron apresarlo junto con el Pontífice, pues querían obrar con cautela, para así poder obtener el beneficio que esperaban. La Iglesia, según se pensaba, poseía muchas riquezas y Lorenzo sería el medio para poder apoderarse de ellas. Al día siguiente de morir el Papa fueron a por Lorenzo. Entonces el prefecto le presiona para que le entregue las riquezas en posesión de la Iglesia. Lorenzo le pide tres días de plazo para poder reunirlas y el prefecto comienza a frotarse las manos satisfecho, creyendo que, ante el miedo a las torturas, el diácono cristiano iba a deshacerse de los bienes eclesiales para librarse del suplicio. Todo parecía indicar que el honorable diácono había caído en la trampa y estaba a punto de claudicar. No había ningún inconveniente en concederle los tres días del plazo por él solicitados.
Durante estos tres días Lorenzo recorre toda la ciudad de Roma, logrando reunir a muchos de los pobres que él había socorrido con los bienes procedentes de limosnas y donaciones a favor de la Iglesia y que él mismo administraba. Fueron convocados los ciegos, lisiados, enfermos, etc. Y cumplido el plazo que se le había otorgado, se presentó ante el prefecto diciéndole: “Estos son los tesoros de la Iglesia. Aquí los tienes”. El prefecto, viéndose burlado, monta en cólera y manda que preparen un gran lecho de carbones encendidos y que sobre él coloquen una gran parrilla, sobre la que habrían de depositar el cuerpo desnudo de Lorenzo. Y ese fue el final del valiente diácono, que con los ojos puestos en el cielo no cesaba de alabar a Dios en medio del tormento. Seguro que el Papa Sixto le estaría esperando para darle un abrazo de paz en el Reino del Padre Eterno.
Reflexión desde el contexto actual:
El precio que se le pidió a Lorenzo para que pudiera salvar su vida fue que entregara los valiosos bienes de la iglesia, entre los que encontraba el santo grial y aquellos recursos materiales que representaban la única esperanza de los desamparados. Pensó Lorenzo que asegurar el pan de los pobres era mucho más importante que su propia vida y por eso generosamente se inmoló. La fortaleza de los mártires ha sido siempre y sigue siendo el gran tesoro de la Iglesia. Este don divino no es algo que pertenezca al pasado, sino que como bien acaba de decir Francisco, es una gracia que el Señor concede a todos los bautizados. “El mártir, nos dice, es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos, y que, unido a Cristo, no se desentiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos, de nuestras angustias”. En cuanto patrón de diáconos que es, tiene toda la actualidad que le confiere la relevancia en la Iglesia de este ministerio sagrado que hoy se está pidiendo con fuerza para la mujer.