Un santo para cada día: 30 de enero Sta. Jacinta Mariscotti (La religiosa disoluta que llegó a ser ejemplo de observancia)
El matrimonio formado por Marco Antonio y Octavia Orsini, pertenecientes a la nobleza, rebosaba de alegría con el nacimiento de su primera hija el 16 de marzo de 1585, que venía al mundo en Vignatello, un pueblecito cercano a Vitervo (Italia). Como era frecuente en las familias importantes confiaron su educación a las religiosas del monasterio de S. Bernardino. A poco que iba pasando el tiempo fue dándose cuenta la niña de que la vida conventual no estaba hecha para ella, por lo que pidió regresar a casa de sus padres; una vez aquí trató de dar rienda suelta a sus pretensiones e inquietudes.
Joven, bella y coqueta, soñaba con sacar partido a sus prendas naturales y así poder conseguir el matrimonio soñado por toda mujer, pero el príncipe azul no acababa de llegar para ella, mientras que su virtuosa hermana Hortensia se casaba con el joven noble Paolo Capizucchi. Esta experiencia, que por lógica natural debiera haber servido para que asentara la cabeza, produjo, no obstante, los efectos contrarios y Clarix, que este era su nombre de pila, se volvió si cabe más disoluta y ligera de cascos, lo que hizo temer a sus padres que pudiera moralmente extraviarse. De la mejor forma posible intentaron convencerla para que regresara al monasterio y ella, por no disgustar a sus padres, tal vez también decepcionada de la vida mundana, accedió a pesar de la aversión que sentía por ese lugar que ya conocía.
En 1605 ingresa por según vez en el convento, sin que en ella se hubiera producido ningún cambio de actitud. Seguía con la misma mundanidad, la misma tibieza y frivolidad; para nada servían las prudentes amonestaciones que se le hacían, ni siquiera el violento asesinato sufrido por su padre le hicieron volver sobre sí misma, así diez años hasta que en el año 1615, va a tener lugar un hecho trascendental en su vida que va a cambiarla por completo.
Cuando ya había cumplido los 30 años, cayó gravemente enferma y le dio por pensar qué sería de su alma si Dios en semejante situación la llamara a juicio. Un santo temor de Dios se apoderó de ella, produciéndose una profunda conversión interior y en ese yermo árido comenzaron a germinar flores de santidad, regadas con lágrimas de arrepentimiento. Fue entonces cuando Clarix, la muchacha frívola y mundana, se convirtió en una mujer nueva; iba a transmutarse en la hermana Jacinta, humilde y abnegada, espiritual y observante, obediente y caritativa con todas las hermanas. Pidió perdón a la Comunidad por el mal ejemplo dado y pronto se pudo ver que la cosa iba en serio, ganándose la confianza general, hasta el punto de que se la encomendaran cargos de responsabilidad que ella, solo por imperativos de obediencia, se vio obligada a aceptar. Sus consejos estaban inspirados ahora en la sabia prudencia. Un día se le pidió opinión sobre una religiosa favorecida por el don de lágrimas y esto fue lo que respondió: “Antes que nada, quisiera yo saber si esa religiosa está despegada de las creaturas, si es humilde, si ha renunciado a la voluntad propia, aun en las cosas buenas y santas; sólo así es posible determinar si los deleites de su devoción vienen realmente de Dios…La verdadera señal del espíritu de Dios es la cruz, el sufrimiento, la perseverancia generosa, a pesar de la falta de consuelo, en la oración».
Después de tanta banalidad ahora lo que más urgía era recuperar el tiempo perdido, para no presentarse ante el tribunal de Dios con las manos vacías. Su intensa piedad la habían convertido en una persona conocida y admirada; gracias a su intervención y oraciones se dieron muchas conversiones, la más sonada fue la del malvado Francisco Pacini, que acabó ayudando a Jacinta en su labor fundacional, lo que se traduciría en dos asociaciones: La “Cofradía de los encapuchados” y la “La Congregación de los oblatos de María”, destinadas ambas a ayudar a los ancianos, enfermos y moribundos. Su eminente virtud fue recompensada con especiales favores celestiales hasta el final de su vida. Habiendo llegado el momento supremo, la había encontrado bien dispuesta para comparecer ante la presencia de Dios. El 30 de enero de 1640 su alma enamorada dejaba este mundo para unirse para siempre al Amor de sus amores.
Reflexión desde el contexto actual:
A Jacinta Mariscotti le sucedió lo que suele suceder al común de los mortales. Hace falta una brusca sacudida para despertar del letargo en que nos encontramos sumidos. Cuando nos sobreviene una grave enfermedad que nos coloca a las puertas de la muerte, nuestra perspectiva de la vida cambia por completo. Recientemente hemos tenido ocasión de constatarlo de forma generalizada a raíz de la pandemia del coronavirus, que ha puesto de rodillas a un mundo que se creía libre de toda contingencia y aunque no deja de ser una desgracia, ni deseada ni deseable, bien pudiera haber sido motivo para que se nos vayan abriendo los ojos del espíritu.