El Papa, preocupado "por las inquietantes noticias", implora "poner fin a las guerras" Francisco denuncia los bombardeos sobre civiles en Ucrania
En los saludos a los peregrinos presentes en el Aula Pablo VI, el Papa pidió fijarnos en la conmemoración, el próximo sábado, 27 de enero, de la Jornada Internacional de conmemoración las Víctimas del Holocausto
"Es una enfermedad del corazón, no de la cartera". Así calificó el papa Francisco a la avaricia, a la que dedicó su catequesis en la audiencia general de este miércoles, 24 de enero, y que "puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica" y, para cuyo remedio, propuso el ejemplo de los padres del desierto, "un método drástico, pero sin embargo muy eficaz: la meditación de la muerte"
"Estas simples consideraciones nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita. Es un tentativo de exorcizar el miedo de la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos", destacó Francisco
"Estas simples consideraciones nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita. Es un tentativo de exorcizar el miedo de la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos", destacó Francisco
"Es una enfermedad del corazón, no de la cartera". Así calificó el papa Francisco a la avaricia, a la que dedicó su catequesis en la audiencia general de este miércoles, 24 de enero, y que "puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica" y, para cuyo remedio, propuso el ejemplo de los padres del desierto, "un método drástico, pero sin embargo muy eficaz: la meditación de la muerte". "Por mucho que una persona acumule bienes en este mundo, de una cosa estamos absolutamente seguros: de que no cabrán en el ataúd. Aquí se revela el sentido de este vicio".
"Estas simples consideraciones nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita. Es un tentativo de exorcizar el miedo de la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos", destacó Francisco.
"Podemos ser señores de los bienes que poseemos, pero a menudo ocurre lo contrario: son ellos al final los que nos que poseen. Algunos hombres ricos no son libres, ni siquiera tienen tiempo para descansar, tienen que mirar por encima del hombro porque la acumulación de bienes también exige su custodia. Están siempre angustiados porque un patrimonio se construye con mucho sudor, pero puede desaparecer en un momento", subrayó el Papa, recordando las parábolas evangélicas que advierten al respecto.
En los saludos a los peregrinos presentes en el Aula Pablo VI, el Papa pidió fijarnos en la conmemoración, el próximo sábado, 27 de enero, de la Jornada Internacional de conmemoración las Víctimas del Holocausto. "Que el recuerdo y la condena del horrible exterminio de millones de personas judías y de otras creencias, que ocurrió en la primera mitad del último siglo, nos ayudan a no olvidar que las lógicas del odio y de la violencia no se pueden justificar nunca, porque niegan nuestra misma humanidad", afirmó.
"La guerra misma -prosiguió Francisco- es una negación de la humanidad, no nos cansemos de rezar por la paz, para que cesen los conflictos, callen las armas y se socorran a las poblaciones afectadas. Pienso en Oriente Medio, en Palestina, en Israel, en las noticias inquietantes que llegan de la martirizada Ucrania, sobre todo por los bombardeos que afectan a los lugares frecuentados por civiles, sembrando muerte, y destrucción y sufrimiento. Rezo por las víctimas y sus seres queridos, imploro a todos, especialmente a quien tiene responsabilidad política, a custodiar la vida humana, poniendo fin a las guerras. No olvidemos que la guerra es siempre una derrota, siempre, solo ganan los fabricantes de armas".
Texto de la Audiencia General
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos las catequesis sobre los vicios y las virtudes, y hoy vamos a hablar de la avaricia, es decir aquella forma de apego al dinero que impide al ser humano la generosidad.
No es un pecado que sólo concierne a las personas que poseen ingentes patrimonios, es un vicio transversal, que a menudo no tiene nada que ver con el saldo de la cuenta corriente. Es una enfermedad del corazón, no de la cartera.
Los análisis que los padres del desierto efectuaron sobre este mal sacaron a la luz cómo la avaricia pudiera apoderarse también de los monjes, quienes, tras haber renunciado a enormes herencias, en la soledad de su celda, se habían atado a objetos de poco valor: no los prestaban, no los compartían y menos aún estaban dispuestos a regalarlos. Esos objetos se volvían para ellos una especie de fetiche del que era imposible desprenderse. Una especie de regresión a la fase de los niños que agarran al juguete repitiendo: “¡Es mío! ¡Es mío!”. En esta afirmación se esconde una relación enfermiza con la realidad, que puede desembocar en formas de acaparamiento compulsivo o acumulación patológica.
Para recuperarse de esta enfermedad los monjes proponían un método drástico, pero sin embargo muy eficaz: la meditación de la muerte. Por mucho que una persona acumule bienes en este mundo, de una cosa estamos absolutamente seguros: de que no cabrán en el ataúd. Aquí se revela el sentido de este vicio. El vínculo de posesión que construimos con las cosas es sólo aparente, porque no somos los amos del mundo: esta tierra que amamos no es en verdad nuestra, y nos movemos por ella como extranjeros y peregrinos...”. (cfr Lv 25,23).
Estas simples consideraciones nos hacen intuir la locura de la avaricia, pero también, su razón más recóndita. Es un tentativo de exorcizar el miedo de la muerte: busca seguridades que en realidad se desmoronan en el mismo momento en el que las agarramos. Recuerden la parábola del hombre necio, cuyo campo había ofrecido una cosecha abundante, y por eso se adormece pensando en cómo agrandar sus almacenes para meter toda la cosecha. Ese hombre había calculado todo, había planeado el futuro. Sin embargo, no había considerado la variable más segura de la vida: la muerte. “Necio”, dice el Evangelio. “esta misma noche te será demandada tu vida. Y las cosas que preparaste ¿para quién serán?” (Lc 12,20).
En otros casos, son los ladrones quienes nos prestan este servicio. Incluso en los Evangelios tienen un buen número de apariciones, y aunque sus acciones son censurables, pueden convertirse en una amonestación saludable. Así lo predica Jesús en el Sermón de la montaña: «No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.» (Mt 6,19-20). Siempre en los relatos de los padres del desierto se cuenta la historia de un ladrón que sorprende al monje mientras duerme y le roba los pocos bienes que guardaba en su celda. Cuando despierta, nada turbado por el incidente, el monje se pone tras la pista del ladrón y, una vez que lo encuentra, en lugar de reclamar los bienes robados, le entrega las pocas cosas que le quedan diciéndole: "¡Te olvidaste de llevarte esto!".
Podemos ser señores de los bienes que poseemos, pero a menudo ocurre lo contrario: son ellos al final los que nos poseen. Algunos hombres ricos no son libres, ni siquiera tienen tiempo para descansar, tienen que mirar por encima del hombro porque la acumulación de bienes también exige su custodia. Están siempre angustiados porque un patrimonio se construye con mucho sudor, pero puede desaparecer en un momento. Olvidan la predicación evangélica, que no afirma que las riquezas sean en sí mismas un pecado, pero sí ciertamente son una responsabilidad. Dios no es pobre: es el Señor de todo, pero -escribe San Pablo- «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9).
Eso es lo que el avaro no comprende. Podría haber sido causa de bendición para muchos, pero en lugar de eso, se metió en el callejón sin salida de la infelicidad.