"Confiemos hoy en las manos de María al amado Papa Benedicto para que lo acompañe al Padre" Papa: “Al inicio de este año, necesitamos esperanza, como la tierra necesita la lluvia”

Papa Francisco
Papa Francisco

"Ensuciarnos las manos  para hacer el bien"

"Por tantos hermanos y hermanas afectados por la guerra en muchas partes de mundo, que viven  estos días de fiesta en la oscuridad y a la intemperie, en la miseria y con miedo, sumergidos en la  violencia y en la indiferencia"

 "Para acoger a Dios y su paz no podemos quedarnos inmóviles y  cómodos esperando a que las cosas mejoren"

"Muchos, en la Iglesia y en la sociedad, esperan el bien que tú y sólo tú puedes  hacer, esperan tu servicio"

"Apurados o atrapados por el protagonismo, no hay tiempo para escuchar a la  esposa, al marido, para hablar con los hijos, para preguntarles cómo se sienten por dentro, no sólo  cómo van los estudios y la salud"

A las 10 de esta mañana, en la Basílica Vaticana, el Papa Francisco presidió la celebración de la Misa de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en la octava de Navidad y la 56ª Jornada Mundial de la Paz, sobre el tema: "Nadie puede salvarse solo.  Volver a empezar desde Covid-19 para trazar juntos caminos de paz". Bergoglio centró su homilía en la frase tan popular de “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores”. Al tiempo que ponía el alma del Papa emérito en manos de la Virgen.

Y a ella pidió esperanza y paz. “Al inicio de este año, necesitamos  esperanza, como la tierra necesita la lluvia”, dijo. Y, por supuesto, pidió “por tantos hermanos y hermanas afectados por la guerra en muchas partes de mundo, que viven  estos días de fiesta en la oscuridad y a la intemperie, en la miseria y con miedo, sumergidos en la  violencia y en la indiferencia”.

Virgen María
Virgen María

 Homilía del Papa

¡Santa Madre de Dios! Es la aclamación gozosa del Pueblo santo de Dios, que resonaba por  las calles de Éfeso en el año 431, cuando los Padres del Concilio proclamaron a María Madre de  Dios. Se trata de un dato esencial de la fe, pero sobre todo de una noticia bellísima: Dios tiene una  Madre y de ese modo se ha vinculado para siempre con nuestra humanidad, como un hijo con su  madre, hasta el punto de que nuestra humanidad es su humanidad. Es una verdad tan impresionante  y consoladora, que el último Concilio, aquí celebrado, afirmó: «El Hijo de Dios con su encarnación  se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.

Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia  de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María,  se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»  (Const. past. Gaudium et spes, 22). Esto es lo que Dios hizo al nacer de María: mostró su amor  concreto por nuestra humanidad, abrazándola de forma real y plena. Hermanos, hermanas, Dios no  nos ama de palabra, sino con hechos; no lo hace “desde lo alto”, de lejos, sino “de cerca”, desde el  interior de nuestra carne, porque en María el Verbo se hizo carne, porque en el pecho de Cristo sigue  latiendo un corazón de carne, que palpita por cada uno de nosotros.  

Santa Madre de Dios. Con este título se han escrito muchos libros y grandes tratados. Pero,  sobre todo, esas palabras entraron en el corazón del santo Pueblo de Dios, en la oración más familiar  y hogareña, que acompaña el ritmo de las jornadas, los momentos más penosos y las esperanzas más  audaces: el Avemaría. Después de algunas frases extraídas de la Palabra de Dios, la segunda parte de la oración comienza precisamente así: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores». 

Papa
Papa

Esta invocación muchas veces marcó el ritmo de nuestras jornadas y permitió a Dios acercarse, por  medio de María, a nuestras vidas y a nuestra historia. Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores,  se recita en una gran diversidad de lenguas, con las cuentas del rosario y en los momentos de  necesidad, ante una imagen sagrada o por la calle. A esta invocación, la Madre de Dios siempre  responde, escucha nuestras peticiones, nos bendice con su Hijo entre los brazos, nos trae la ternura  de Dios hecho carne. Nos da, en una palabra, esperanza. Y nosotros, al inicio de este año, necesitamos  esperanza, como la tierra necesita la lluvia. El año, que se abre bajo el signo de la Madre de Dios y  nuestra, nos dice que la llave de la esperanza es María, y la antífona de la esperanza es la invocación  Santa Madre de Dios.  Confiemos hoy en las manos de María al Papa Benedicto para que lo acompañe al Padre.

Recemos a la Madre de modo especial por los hijos que sufren y ya no tienen fuerzas para  rezar, por tantos hermanos y hermanas afectados por la guerra en muchas partes de mundo, que viven  estos días de fiesta en la oscuridad y a la intemperie, en la miseria y con miedo, sumergidos en la  violencia y en la indiferencia. Por tantos que no tienen paz, aclamemos a María, la mujer que ha traído  al mundo al Príncipe de la paz (cf. Is 9,5; Ga 4,4). En ella, Reina de la paz, se realiza la bendición  que hemos escuchado en la primera lectura: «Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz»  (Nm 6,26). A través de las manos de una Madre, la paz de Dios quiere entrar en nuestras casas, en  nuestros corazones, en nuestro mundo. Pero, ¿cómo podemos acogerla?  

Dejémonos aconsejar por los protagonistas del Evangelio de hoy, los primeros que vieron a la  Madre con el Niño, los pastores de Belén. Eran pobres, quizás también bastante rudos, y aquella  noche estaban trabajando. Fueron precisamente ellos, y no los sabios ni mucho menos los poderosos,  los que reconocieron en primer lugar al Dios cercano, al Dios que llegó pobre y ama estar con los  pobres. El Evangelio subraya de los pastores, sobre todo, dos gestos muy sencillos, que, sin embargo,  no siempre son fáciles. Los pastores fueron y vieron: ir y ver.  

Pastores en belén

En primer lugar, ir. El texto dice que los pastores «fueron, rápidamente» (Lc 2,16). No se  quedaron quietos. Era de noche, tenían que cuidar a sus rebaños y seguramente estaban cansados;  podrían haber esperado a que amaneciera, aguardar a que saliera el sol para ir a ver a un Niño acostado  en un pesebre. En cambio, fueron rápidamente, porque ante las cosas importantes es necesario  reaccionar con prontitud, no posponerlas; porque «la gracia del Espíritu Santo ignora la lentitud» (S.  AMBROSIO, Comentario sobre el Evangelio de San Lucas, 2). Y así, encontraron al Mesías, al  esperado durante siglos, a quien tantos buscaban.  

Hermanos, hermanas, para acoger a Dios y su paz no podemos quedarnos inmóviles y  cómodos esperando a que las cosas mejoren. Hay que levantarse, aprovechar las oportunidades que  nos da la gracia, ir, arriesgar. Hay que arriesgar. Hoy, al comienzo del año, en lugar de sentarnos a pensar y a esperar  que las cosas cambien, nos vendría bien preguntarnos: “Yo, ¿hacia dónde quiero ir este año? ¿A quién  voy a hacer el bien?”. Muchos, en la Iglesia y en la sociedad, esperan el bien que tú y sólo tú puedes  hacer, esperan tu servicio. Y ante la pereza que anestesia y la indiferencia que paraliza, ante el riesgo  de limitarnos a quedarnos sentados delante de una pantalla, con las manos sobre un teclado, los  pastores hoy nos estimulan a ir, a movernos por lo que sucede en el mundo, a ensuciarnos las manos  para hacer el bien, a renunciar a tantos hábitos y comodidades para abrirnos a las novedades de Dios,  que se encuentran en la humildad del servicio, en la valentía de hacernos cargo. Hermanos y  hermanas, imitemos a los pastores: ¡pongámonos en marcha! 

Dice el Evangelio que, cuando llegaron los pastores, «encontraron a María, a José, y al recién  nacido acostado en el pesebre» (v. 16). Luego señala que, sólo después de haberlo visto (cf. v. 17),  comenzaron a contar a los demás, llenos de asombro, sobre Jesús, y a glorificar y alabar a Dios por  todo lo que habían oído y visto (cf. vv. 17-18.20). El punto de inflexión fue haberlo visto. Es  importante ver, abrazar con la mirada, quedarse, como los pastores, delante del Niño que está en  brazos de la Madre. Sin decir nada, sin preguntar nada, sin hacer nada. Mirar en silencio, adorar,  acoger con los ojos la ternura consoladora del Dios hecho hombre; de María, Madre suya y nuestra.  Al comienzo del año, entre tantas novedades que quisiéramos experimentar y las tantas cosas que  quisiéramos llevar a cabo, tomémonos tiempo para ver, es decir, para abrir los ojos y mantenerlos  abiertos ante lo que es verdaderamente importante: Dios y los demás. Tengamos el coraje de sentir el estupor del encuentro con Dios.

Basílica el 1 de enero
Basílica el 1 de enero

Cuántas veces, por las prisas, no tenemos ni siquiera tiempo para pasar un minuto en compañía  del Señor, para escuchar su Palabra, para rezar, para adorar, para alabar. Lo mismo ocurre con  respecto a los demás: apurados o atrapados por el protagonismo, no hay tiempo para escuchar a la  esposa, al marido, para hablar con los hijos, para preguntarles cómo se sienten por dentro, no sólo  cómo van los estudios y la salud. Y cuánto bien nos hace escuchar a los ancianos, al abuelo y a la  abuela, para mirar la profundidad de la vida y redescubrir las raíces. Preguntémonos entonces si  somos capaces de ver a quienes viven a nuestro lado, a quienes viven en nuestro condominio, a  quienes encontramos cada día por las calles. Hermanos, hermanas, imitemos a los pastores:  ¡aprendamos a ver! 

Ir y ver. Hoy el Señor ha venido entre nosotros y la Santa Madre de Dios lo pone ante nuestros  ojos. Redescubramos, en el impulso de ir y en el asombro de ver, los secretos para hacer este año  verdaderamente nuevo y vences el cansancio de permanecer.

Y todos juntos aclamémosla tres veces: ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa  Madre de Dios! 

Francisco
Francisco

Esta Navidad, Religión Digital

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