Nuevo llamamiento del Papa a favor de la paz: "La guerra siempre es una derrota" Francisco, en la audiencia general: "La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí"

Francisco, durante la catequesis en la audiencia general
Francisco, durante la catequesis en la audiencia general RD/Captura

En su catequesis sobre el Espíritu Santo, ofrecida este miércoles durante la audiencia general, todavía en la Plaza de San Pedro, el Papa apuntó someramente a cómo está presente "y actúa en la vida de la Iglesia", sin entrar en las diferencias "y escollos" que su interpretación ha generado en las distintas confesiones cristianas

"La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra"

Finalmente, como es ya tradicional, Francisco hizo un llamamiento a favor de la paz en el mundo, pidiendo que "no nos olvidemos de los países en guerra, de la martirizada Ucrania, de Palestina, de Israel, Myanmar..."

En su catequesis sobre el Espíritu Santo, ofrecida este miércoles durante la audiencia general, todavía en la Plaza de San Pedro, el Papa apuntó someramente a cómo está presente "y actúa en la vida de la Iglesia", sin entrar en las disputas "y escollos" que su interpretación ha generado en las distintas confesiones cristianas, aunque reconociendo también las "diferencias reconciliadas".

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"Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios", precisó el Papa, quien, trasladando al día de hoy esta cuestión, preguntó, "¿dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para nosotros?".

"En que la vida que nos da el Espíritu Santo-respondió acto seguido- es la vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra".

Audiencia general del miércoles en la plaza de San Pedro
Audiencia general del miércoles en la plaza de San Pedro RD/Captura

En este sentido, invitó a que "cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la vida. ¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos obtuvo este don inestimable!"

A la hora de los saludos, Francisco, en español, recordó que el próximo domingo se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, el Domund, y que ese día beatificará también a catorce nuevos santos, a los que invitó a todos los fieles "a conocerlos, porque son un claro testimonio de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia".

Fieles en la Plaza de San Pedro para la audiencia general
Fieles en la Plaza de San Pedro para la audiencia general RD/Captura

Finalmente, como es ya tradicional, Francisco hizo un llamamiento a favor de la paz en el mundo, pidiendo que "no nos olvidemos de los países en guerra, de la martirizada Ucrania, de Palestina, de Israel, Myanmar...".

"Hermanos y hermanas -prosiguió su petición-, no nos olvidemos de que la guerra siempre, siempre, es una derrota, no nos olvidemos de eso y recemos y luchemos por la paz", concluyó.

Audiencia General

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con la catequesis de hoy pasamos de lo que se nos ha revelado sobre el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras a cómo está presente y actúa en la vida de la Iglesia.

En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu Santo. En el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo de los Apóstoles, tras proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y subió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo», sin ninguna especificación.

Fue la herejía la que impulsó a la Iglesia a especificar esta fe. Cuando comenzó este proceso -con San Atanasio, en el siglo IV- fue la experiencia vivida por la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a la certeza de su plena divinidad. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con estas conocidas palabras que aún hoy repetimos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas».

Decir que el Espíritu Santo es “Señor” era como decir que comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de la igualdad en el honor, muy querido por San Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula.

La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y, de hecho, una vez superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, ésta se proclamaría tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, tras ese Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es entonces Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es Él consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).

¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa? En el pasado, nos ocupaba principalmente la afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina pronto completó esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede «también del Hijo». Dado que en latín la expresión «y del Hijo» se dice «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que fue el motivo (o el pretexto) de muchas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos Iglesias, ha perdido la dureza del pasado y permite esperar una plena aceptación mutua, como una de las principales «diferencias reconciliadas».

Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, es decir, que el Espíritu Santo es 'vivificador', es decir, da la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser viviente" (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2).

¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es la vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8,11).

Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la vida. ¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos obtuvo este don inestimable!

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