El Divino Salvador, personalmente presente en nuestra eucaristía
20º domingo ordinario - B - Jn 6,51-59 18 de agosto 2024
| Luis Van de Velde
Monseñor. Romero llama a este sermón “El Divino Salvador, personalmente presente en nuestra eucaristía”. Partimos de una cita de esta homilía[1].
Para reflexionar sobre el evangelio de este domingo, Mons. Romero retoma enseñanzas del Concilio de Trento (1551). El nos dice: “El concilio de Trento puso tres palabras en la presencia de Cristo frente a los enemigos de la eucaristía, los que dicen que “cómo va a estar Cristo, en persona, presente en ese pedacito de pan y de vino”, El Concilio, inspirándose en estas palabras del Evangelio dice: “Cristo está verdaderamente presente, realmente presente, sustancialmente presente”. (…) No vamos a entender un “comer a Cristo” como antropófagos. No se trata de esto. Allí sí, Cristo aclara: “Pero es mi carne; pero hay que entender qué carne soy yo”.
También en esta homilía se ve como Monseñor Romero ha sido hombre de su tiempo, también en la comprensión de este texto del Evangelio de Juan y del significado de la presencia de Cristo en la eucaristía. La doctrina del Concilio de Trento, hoy hace casi 5 siglos, no nos ayuda a comprender, menos a vivir la eucaristía. Este espacio corto de la reflexión no da para aportar nuevos elementos de comprensión y pautas de vivir la eucaristía. Compartimos una reflexión del sacerdote José Antonio Pagola[2].
“Como es natural, la celebración de la misa ha ido cambiando a lo largo de los siglos. Según la época, teólogos y liturgistas han ido destacando algunos aspectos y descuidando a otros. La misa ha servido de marco para celebrar coronaciones de reyes y papas, rendir homenajes o conmemorar victorias de guerra. Los músicos la han convertido en concierto. Los pueblos la han integrado en sus devociones y costumbres religiosas.
Después de veinte siglos puede ser necesario recordar algunos de los rasgos esenciales de la última cena del Señor, tal como era recordada y vivida por las primeras generaciones cristianas.
En el núcleo de esa cena hay algo que jamás ha de ser olvidado: sus seguidores no quedarán huérfanos. La muerte de Jesús no podrá romper su comunión con él. Nadie ha de sentirse vacío por su ausencia. Sus discípulos no se quedan solos, a merced de los avatares de la historia. En el centro de toda comunidad cristiana que celebra la eucaristía está Cristo vivo y operante. Aquí está el secreto de su fuerza.
De él se alimenta la fe de sus seguidores. No basta asistir a esa cena. Los discípulos son invitados a “comer”. Para alimentar nuestra adhesión a Jesucristo necesitamos reunirnos a escuchar sus palabras y guardarlas en nuestro corazón; y acercarnos a comulgar con él identificándonos con su estilo de vivir. Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer alimento más sólido.
Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar desde lo más profundo encontrarnos con él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su Espíritu y potencie lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y transfórmelas zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar.
No hemos de olvidar que “comulgar” con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto “entregado” totalmente por los demás. Jesús insiste en ello. Su cuerpo es “cuerpo entregado” y su sangre es una “sangre derramada” por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a “comulgar” con Jesús resistiéndonos egoístamente a vivir para los demás.
Nada hay más central y decisivo para los seguidores de Jesús que la celebración de esta cena del Señor. Por eso hemos de cuidarla tanto. La eucaristía bien celebrada nos moldea, nos va uniendo a Jesús, nos alimenta con su vida, nos familiariza con su evangelio, nos invita a vivir en actitud de servicio fraterno y nos sostiene en la esperanza del reencuentro final con él.”
En esta reflexión del Padre José Antonio Pagola me llama mucha la atención su referencia a la necesidad de “tener hambre de Jesús”. Quizás una expresión un poco extraña. Si uno no tiene hambre (porque está enfermo, cansado, …), por supuesto que no da ganas de sentarse en la mesa familiar. Si hay hambre, hasta la comida más sencilla tiene un sabor delicioso, nos anima y nos fortalece. ¿No sería que hoy nos hace falta ese “hambre de Jesús” y que por eso no sentimos “el gusto” de la eucaristía y salimos como entramos? Entiendo “hambre de Jesús” como nuestra necesidad creyente de estar con Él, de sentir su presencia, de dejar que entre de verdad en nuestra vida. En la medida que nos arriesgamos a andar hoy por el camino abierto por Jesús, sentiremos esa necesidad. Vivir entregados a los demás, especialmente a personas vulnerables y heridas, llevará a creyentes a sentir más necesidad de comulgar con Él, también en la eucaristía: el pan de vida!
Preguntas para la reflexión y la acción personal y comunitaria.
- Si nos preguntamos acerca de nuestra “hambre de Jesús”, ¿qué experiencia vivimos al respecto?
- ¿Qué relación vivimos entre comulgar en la eucaristía y nuestro compromiso por el camino abierto por Jesús?
- ¿Qué implica para nosotros comulgar con ese Alguien que, después de vivir para dar vida a los demás, ha sido asesinado? (Es imposible creer en la resurrección de Jesús olvidándonos de su cruz).
[1] Homilía en la liturgia del 20 domingo ordinario – B, 19 de agosto 1979. Homilías. Monseñor Oscar Romero, Tomo V, Ciclo B, UCA Editores, San Salvador, 2008, p. 227
[2] José Antonio Pagola, El camino abierto por Jesús, Juan / 4, PPC-editorial, Madrid, 2012,p.102-103 y106