Del Concilio de Jerusalén a la actualidad La Iglesia cubana y el camino sinodal
La Iglesia de Cuba, desde sus orígenes, en el siglo XVI, ha pasado por muchas visicitudes. Desde la brutalidad de los años de colonialismo a las comuniddes vivas actuales
Una de las indicaciones aportadas por el concilio de Trento que se extendió entre 1545 y 1563, fue celebrar sínodos en cada diócesis para aplicar las nuevas normas. Es precisamente en ese momento cuando entra Cuba en la experiencia sinodal
Al cierre del período colonial puede afirmarse la estrechez del concepto de sinodalidad en la vida eclesial. El período republicano trajo desafíos nuevos a la Iglesia en la Isla. La Constitución de 1901 separó la Iglesia del Estado y eliminó cualquier privilegio o exclusividad para esta
Las tres primeras décadas del siglo XX fueron decisivas para la reorganización de la vida eclesial. Fue oportuna la erección de nuevas diócesis – Pinar del Río, Matanzas, Cienfuegos, Camagüey- para ofrecer una atención pastoral más esmerada
En la década del 60 se produjo silenciosamente un cambio de modelo eclesial. Con la disolución de las asociaciones, toda la vida católica fue a centrarse en la asamblea parroquial
La participación primero de algunos obispos cubanos en el Concilio Vaticano II y luego en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1979), ayudaron a la comprensión de un modelo eclesial menos vertical y clericalista y más apoyado en lo comunitario
Hoy, A la luz de la invitación del papa Francisco, se impone reflexionar sobre la necesidad de vivir en una iglesia con actitud sinodal
De nosotros depende que otros descubran un rostro reconfortante en su camino, que las sombras retrocedan un poco más y podamos anunciar con fe viva que el alba está cercana
Al cierre del período colonial puede afirmarse la estrechez del concepto de sinodalidad en la vida eclesial. El período republicano trajo desafíos nuevos a la Iglesia en la Isla. La Constitución de 1901 separó la Iglesia del Estado y eliminó cualquier privilegio o exclusividad para esta
Las tres primeras décadas del siglo XX fueron decisivas para la reorganización de la vida eclesial. Fue oportuna la erección de nuevas diócesis – Pinar del Río, Matanzas, Cienfuegos, Camagüey- para ofrecer una atención pastoral más esmerada
En la década del 60 se produjo silenciosamente un cambio de modelo eclesial. Con la disolución de las asociaciones, toda la vida católica fue a centrarse en la asamblea parroquial
La participación primero de algunos obispos cubanos en el Concilio Vaticano II y luego en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1979), ayudaron a la comprensión de un modelo eclesial menos vertical y clericalista y más apoyado en lo comunitario
Hoy, A la luz de la invitación del papa Francisco, se impone reflexionar sobre la necesidad de vivir en una iglesia con actitud sinodal
De nosotros depende que otros descubran un rostro reconfortante en su camino, que las sombras retrocedan un poco más y podamos anunciar con fe viva que el alba está cercana
En la década del 60 se produjo silenciosamente un cambio de modelo eclesial. Con la disolución de las asociaciones, toda la vida católica fue a centrarse en la asamblea parroquial
La participación primero de algunos obispos cubanos en el Concilio Vaticano II y luego en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1979), ayudaron a la comprensión de un modelo eclesial menos vertical y clericalista y más apoyado en lo comunitario
Hoy, A la luz de la invitación del papa Francisco, se impone reflexionar sobre la necesidad de vivir en una iglesia con actitud sinodal
De nosotros depende que otros descubran un rostro reconfortante en su camino, que las sombras retrocedan un poco más y podamos anunciar con fe viva que el alba está cercana
Hoy, A la luz de la invitación del papa Francisco, se impone reflexionar sobre la necesidad de vivir en una iglesia con actitud sinodal
De nosotros depende que otros descubran un rostro reconfortante en su camino, que las sombras retrocedan un poco más y podamos anunciar con fe viva que el alba está cercana
| Dr. Roberto Méndez Martínez
El papa Francisco, al convocar recientemente al Sínodo de los Obispos, que tendrá lugar en octubre de 2023, invitó a la Iglesia universal a “recorrer un camino sinodal” a través de las consultas diocesanas que cada obispo debe realizar en su diócesis entre octubre de este año y abril de 2021, a lo que seguirán en 2022 asambleas continentales. De hecho, los resultados a nivel diocesano y continental, nutrirán sucesivas versiones del borrador del documento que el Sínodo debatirá durante sus sesiones. El lema de esa gran reunión de prelados será “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.
La palabra sínodo no es empleada con frecuencia en nuestras comunidades eclesiales. El latín adoptó este término griego que significa, sencillamente, “caminar juntos”. Por eso, cuando dos planetas tienen sus órbitas alineadas los astrónomos dicen que están “en sínodo”. La Iglesia católica emplea desde sus primeros tiempos el concepto para asociarlo a las reuniones de obispos, agentes de pastoral y fieles en general, para discutir temas relacionados con verdades de fe, disciplina eclesial o labor misionera.
Un ejemplo importante de este tipo de encuentro fue el llamado Sínodo – o Concilio- de Jerusalén, celebrado alrededor de año 48 d.C, en el que se encontraron los santos Pedro y Pablo para ventilar sus diferencias sobre la pertinencia de circuncidarse los convertidos al cristianismo.
La iglesia de Jerusalén, encabezada por el primero y formada por judíos, respondía afirmativamente a la interrogante, porque entendía las enseñanzas de Cristo como una forma novedosa de la religión hebrea, sin embargo, la iglesia de Antioquía, guiada por Pablo, evangelizador en tierras de judíos de cultura griega o paganos, aseguraba que conversos solo debían bautizarse para formar parte de una religión nueva y estaban libres de la Ley de Moisés.
Tras un complicado debate, prevalecieron los novedosos puntos de vista de Pablo. Desde entonces, el cristianismo se apartó de las prácticas judías, además pudo dividirse el mapa para la labor evangelizadora entre los apóstoles, sin interferencias. Pero, sobre todo, pudo sobrevivir la naciente comunidad cristiana y hacerse más fuerte, tras ventilar un conflicto doctrinal.
Así también, en sucesivos concilios, pudieron llegar a un acuerdo los obispos de las diferentes iglesias particulares, sobre temas fundamentales como la conformación del Credo o resumen de las principales verdades de fe; la unificación de una teología sobre la Santísima Trinidad o la definición del papel de María en el plan salvífico de Dios, a la vez que se condenaban diferentes movimientos heréticos que ponían en peligro la unidad de la Iglesia.
Los concilios eran generalmente convocados por las cabezas de la Iglesia: el Patriarca de Constantinopla o el Pontífice de Roma, aunque algunos se reunieron a instancias del Emperador porque las diferencias religiosas daban lugar a graves crisis políticas. Si reunían a obispos de la mayor parte del mundo eran llamados “ecuménicos”, de lo contrario se les llamaba “regionales” o “locales”.
Llama la atención leer que en el Sínodo de Elvira, celebrado en el 306 d.C, estaban presentes no solo 19 obispos, 26 presbíteros y varios diáconos, sino también omni plebe, es decir, todo el pueblo, aunque suponemos que no tenían voz en las sesiones, sino que oraban afuera y aclamaban las decisiones de los sinodales.
El concilio de más extensa duración, hasta la fecha, fue el de Trento que se extendió entre 1545 y 1563, con varias interrupciones, a causa de las interferencias del poder temporal, representado por el Emperador de Alemania y varios reyes, deseosos de influir en sus resultados. Este debió enfrentar la ruptura en el seno de la Iglesia causada por la reforma de Lutero y continuada por sus seguidores, de modo que debió ocuparse de una profunda revisión de las estructuras eclesiales, la liturgia, la formación del clero, la vida religiosa, la labor evangelizadora. De ahí que en la historia del cristianismo, al explicar algunos de estos aspectos es preciso definir si se habla de un período antes o después de Trento.
Una de las indicaciones dejadas por este concilio fue celebrar sínodos en cada diócesis para aplicar las nuevas normas. Es precisamente en ese momento cuando entra Cuba en la experiencia sinodal.
El cristianismo había llegado a la Isla precisamente en el siglo XVI, a partir del proceso de conquista y colonización dirigido por representantes de la Corona española. Como la Iglesia y el Estado no estaban separados, los mismos mecanismos disponían sobre la vida material y espiritual en la colonia. Eso marcó la primera evangelización que fue impuesta por medio de la violencia, de manera autoritaria, sin atender a la dignidad humana de los que debían recibir el mensaje cristiano y sin respetar sus particularidades culturales.
Los candidatos a obispos eran presentados por los reyes a la Santa Sede, que sencillamente los confirmaba. No se pensaba en sus cualidades personales, sino que se ofrecía como un cargo público que rendía beneficios económicos e influencias políticas.
Tal cosa explica que en los siglos XVI y XVII la Iglesia en Cuba existiera en estado precario, algunos de los primeros obispos no viajaron a la Isla o si lo hacían, se desgastaban en conflictos con los gobernadores por asuntos financieros y había una notable indisciplina en el clero y un relajamiento general de la práctica religiosa y la moral a nivel popular.
Un importante punto de inflexión fue la convocatoria al Sínodo Diocesano por el obispo Juan García de Palacios en junio de 1680. Este era el sínodo recomendado por Trento pero que la burocracia colonial dilató en sus mecanismos burocráticos más de un siglo después de la conclusión del concilio. Sin lugar a dudas, era especialmente urgente en Cuba tal reunión para sanear, moralizar y fortalecer la débil vida eclesial.
Cuando se revisa el documento con las disposiciones de este Sínodo, se hace evidente que se atendieron las recomendaciones de Trento en lo dispuesto sobre la formación de los candidatos al clero y los requisitos para acceder a los sagrados órdenes, el cuidado de la liturgia, el contenido de las predicaciones, la organización de las catequesis, los mecanismos para el sostenimiento económico de la Iglesia y otros, sin embargo, la reunión no fue a la raíz de los problemas sociales de Cuba.
En primer término, la concepción de una iglesia verticalista hizo que se prescindiera absolutamente de los laicos: el obispo se reunió con su cabildo catedralicio y los representantes del clero, a puerta cerrada. Pero además, el mitrado no podía tocar las estructuras de dominio colonial, porque él mismo estaba sujeto a ellas. Eso explica que no hubiera una sola palabra en contra de la vergonzosa institución de la esclavitud y que aún a aquellos que eran ya libertos, se les denominara con el solo apelativo de “negros” y habitualmente para mostrarlos en lo que se consideraban conductas inadecuadas: como vender alimentos a la puerta de los templos el Jueves Santo o por las calles donde pasaban procesiones; salir de sus casas por la noche las mulatas o negras libres para ganar jornal; o “hacer llantos” por los difuntos en los entierros; o en otros casos, para impedirles que fueran admitidos a las sagradas órdenes o para establecer que también los esclavos estaban obligados a pagar diezmos de los frutos que cultivaran o del ganado que criaran para sí. Según el historiador Manuel Maza, sj, lo que intentó el Sínodo fue “controlar el impacto cultural y religioso que podían tener los africanos sobre la piedad y la cultura de los blancos”.
En resumen, este Sínodo sentó las bases legales para un funcionamiento más normal de la vida eclesial, aunque no siempre se cumplieron, ni exigieron, las obligaciones en él recogidas. Sin embargo, fue hecho al margen del conocimiento del pueblo cristiano y no mostró preocupación alguna por la situación de los pobres y los esclavos.
Se sabe que en 1777 el obispo Hechavarría y Elguezúa presidió un Sínodo diocesano pero, al parecer este solo tuvo alguna resonancia como reunión organizativa del clero. Es sintomático que en Cuba se conocieran muy tardíamente las reflexiones y decretos del Concilio Vaticano I. A este asistió el obispo de La Habana, Fray Jacinto María Martínez.
Tras la abrupta clausura de aquel sínodo, el prelado retornó a La Habana en abril de 1871, pero la fuerza paramilitar llamada “voluntarios españoles” le impidió desembarcar por considerarlo un adversario político, en tanto este se había negado, antes de su partida, a que se emplearan fondos destinados a la construcción de un nuevo cementerio para sostener a esta milicia armada. Martínez retornó a España y falleció en 1873.
La sede habanera quedó vacante, hasta que vino a ocuparla por unos pocos meses – del 21 de noviembre de 1875 hasta el 15 de junio de 1876- Apolinar Serrano, fallecido tempranamente. Desde entonces un vicario gobernó la diócesis hasta la toma de posesión de Ramón Fernández de Piérola en enero de 1880. De modo que de los debates y decretos del Concilio solo se supo por lo publicado en la revista La Verdad Católica, frecuentada solo por un grupo reducido de laicos enterados.
Poco después de su toma de posesión en 1888 el obispo Santander y Frutos celebró otro Sínodo diocesano, orientado a poner en orden ciertas cuestiones de disciplina eclesial. Tampoco tuvo resonancia externa en el laicado, salvo el empeño del prelado para obligar a los comerciantes a que cerraran sus negocios los domingos, de modo que sus empleados pudieran cumplir con la misa de precepto.
Por otra parte este obispo, el último de La Habana en la etapa colonial, mostró preocupación por la disciplina del clero, la construcción o reparación y ornamento de los templos, así como por fomentar la vida religiosa y la fundación de colegios católicos; mas, comprometido con las posiciones más integristas de la política española, no solo condenó los intentos criollos de independizar el país sino que se apartó de cualquier iniciativa social promovida por cubanos. Reforzó el aislamiento del pueblo respecto a la jerarquía, lo que tuvo consecuencias muy negativas por décadas. En los años 1891 y 1892 celebró un segundo y tercer sínodo, relacionados básicamente con asuntos de organización y disciplina eclesial.
Al cierre del período colonial puede afirmarse la estrechez del concepto de sinodalidad en la vida eclesial. Vista la Iglesia como una estructura piramidal, en la que solo es parte pensante la jerarquía, los sínodos son apenas vistos como reuniones de trabajo del clero.
La subordinación eclesial a los organismos de control colonial hace que la mayor parte de los obispos y el clero secular y regular acepten sin reservas instituciones antievangélicas como la esclavitud y que con frecuencia se valgan del cristianismo para contraponerlo a los reclamos de justicia social e independencia en la Isla. Esta actitud distanciará de la Iglesia, especialmente en la segunda mitad del siglo XIX, tanto a lo más notable de la intelectualidad criolla, como aquellos que conspiran en favor de la libertad de Cuba, que encuentran un punto de apoyo en las logias masónicas. Toda posibilidad de una sinodalidad real y operante parecía vedada.
El período republicano trajo desafíos nuevos a la Iglesia en la Isla. La Constitución de 1901 separó la Iglesia del Estado y eliminó cualquier privilegio o exclusividad para esta. Se establecieron con rapidez en territorio nacional otras confesiones cristianas – bautistas, metodistas, presbiterianos, episcopales-. El número de laicos adecuadamente formados era restringidísimo, especialmente entre los hombres. Era amplio el número de políticos e intelectuales que rechazaban cualquier vínculo visible con el catolicismo.
Las tres primeras décadas del siglo XX fueron decisivas para la reorganización de la vida eclesial. Fue oportuna la erección de nuevas diócesis – Pinar del Río, Matanzas, Cienfuegos, Camagüey- para ofrecer una atención pastoral más esmerada en cada territorio y el crecimiento de la educación católica, que multiplicó el número de instituciones, profesores y formandos en pocos años. Hacia los años 30 puede hablarse del surgimiento de un nuevo tipo de laicado, comprometido visiblemente no solo con la vida sacramental sino con su participación directa en problemas sociales. Es la arrancada para el nacimiento de un grupo de instituciones cuya labor no es solo el activismo pastoral sino que precisan de la reflexión y de un caminar juntos con los miembros de la jerarquía, pueden incluirse entre ellos los Caballeros de Colón, las Damas Isabelinas, los Caballeros Católicos, la Agrupación Católica Universitaria y la Federación de Acción Católica, entre otras.
Merecen recordarse algunas formas de “caminar juntos” en estas asociaciones que rebasan los intereses particulares de sus miembros y tienen la doble expresión de la comunión eclesial y la expresión social de la caridad. Un grupo de Caballeros Católicos comenzó a estudiar la doctrina social de la Iglesia y de allí nacieron las Semanas Sociales en el Colegio de Belén, avivadas por un gran difusor del pensamiento social católico, el P. Manuel Foyaca; las Damas Isabelinas fundaron la Casa Cultural de Católicas, para destacar la expresión de la mujeres cristianas en el terreno de la enseñanza y la cultura, con ello abrieron un importante foro para la instrucción, los debates y las presentaciones artísticas, en el que colaboraron figuras de pensamiento muy diverso; fueron muy importantes las academias creadas por la Agrupación Católica Universitaria para completar y actualizar la formación profesional de sus asociados, así como su ejemplar proyecto social en el barrio Las Yaguas, que incluyó labores de carácter asistencial, catequético y especialmente de promoción humana; la Acción Católica, en sus diversas ramas fue capaz de formar líderes bien preparados en lo intelectual y lo doctrinal que tuvieron una presencia en el ambiente político del país, especialmente entre 1940 y 1960.
Las transformaciones políticas que se produjeron en el país entre 1959 y 1961, con el paso de un nacionalismo de orientación popular hacia el marxismo de corte soviético, implicaron una crisis en las relaciones entre Iglesia y Estado. Las estructuras de poder asumieron de manera abierta y formal un ateísmo afín al modelo estalinista y en poco tiempo desaparecieron la mayor parte de las asociaciones citadas, así como los colegios privados, las publicaciones católicas y casi toda la presencia visible de la Iglesia en la sociedad.
Un pequeño signo de la época de cambio ocurrió, a partir del 17 de septiembre de 1961, a borde del buque Covadonga, que llevaba a bordo 131 sacerdotes y religiosos expulsados de la Isla por el gobierno. De manera impensada, Monseñor Eduardo Boza Masvidal, obispo auxiliar de La Habana, junto a los padres jesuitas Fernando Arango, Ceferino Ruiz y Alberto Villaverde, invitaron a realizar juntos una reflexión no solo sobre los sucesos recientes, sino sobre su labor pastoral previa, para procurar discernir en qué habían fallado. A pesar de la brevedad del viaje y el estado de ánimo, dolido y confuso, de los deportados, se lograron algunas valoraciones verdaderamente críticas. Era el parteaguas de una época.
En la década del 60se produjo silenciosamente un cambio de modelo eclesial. Con la disolución de las asociaciones, toda la vida católica fue a centrarse en la asamblea parroquial. En el interior de los templos no solo se dispensaban los sacramentos, sino que se impartía la catequesis, así como varias modalidades de formación de laicos. La carencia de clero potenció la labor de cristianos comprometidos en diversas diaconías – celebraciones de la palabra,visitadores de enfermos, ministros de la Eucaristía, atención a ancianos, entre otras-. Surgieron los consejos parroquiales, donde, aunque presidía el sacerdote, predominaba el principio de la corresponsabilidad para el sostenimiento de la vida en común.
La participación primero de algunos obispos cubanos en el Concilio Vaticano II y luego en las Asambleas de Medellín (1968) y Puebla (1979), ayudaron a la comprensión de un modelo eclesial menos vertical y clericalista y más apoyado en lo comunitario, así como buscaron clarificar en qué modo podrían insertarse los cristianos en un medio social hostil a la religión.
Ya en la década de los 70, la Iglesia cubana se ha convencido de que no sucumbirá a la hostilidad externa, ni a la numerosa emigración de familias cristianas. Y se ha organizado de manera tal que no solo puede sobrevivir a todas las contrariedades, sino que es capaz de pensarse a sí misma. Así lo demostraron la sucesiva celebración de la Reflexión Eclesial Cubana y el Encuentro Nacional Eclesial Cubano. Si analizamos ambos sucesos, afines pero no idénticos, comprendemos que fueron las expresiones más altas de sinodalidad de la Iglesia cubana en el siglo XX.
La REC comenzó como un “Puebla en Cuba”, a iniciativa de unos de los participantes, el fraile carmelita Marciano García, ocd, retomada e impulsada por el obispo auxiliar de La Habana Mons. Fernando Azcárate, sj y apoyada por el resto del episcopado. El llamado “Documento de Camagüey” de 1981 establecía las bases para una reflexión que partiera desde el centro mismo de las comunidades. En la primera etapa se recopilaron datos estadísticos que permitieran caracterizar a la iglesia en la Isla, no solo a nivel global, sino desde sus cimientos locales y además se identificaron las principales preocupaciones de los laicos, la más reiterada en esa primera etapa fue la necesidad de supervivencia eclesial en un medio hostil. A partir de los resultados preliminares, se hizo una nueva consulta en 1984 que procuraba profundizar en lo obtenido, a partir de otra encuesta.
Como recuerda el padre Raúl Arderí, sj
La encuesta de 1984 buscó identificar medios concretos para lograr este objetivo, identificando la responsabilidad de los creyentes en las tensiones con el sistema político y de qué forma el testimonio cristiano podía ser percibido como un elemento reconciliador. Esta reflexión ayudó a los católicos cubanos a no considerarse simplemente como víctimas de una ideología política sino también como ciudadanos con plenos derechos. Evidentemente tal cambio de mentalidad requería un largo proceso del cual la REC solo podía dar los primeros pasos. Los datos recogidos fueron organizados y argumentados teológicamente en el Documento de Consulta (DC) que nuevamente fue devuelto a las distintas comunidades para su discusión. El fruto de estos encuentros se sintetizó en un Documento de Aportespor cada diócesis, que sirvió como material de trabajo para la siguiente fase.
El último período de la REC fueron las asambleas diocesanas, donde se discutieron los puntos más importantes de su Documento de Aportes y se eligieron los delegados al ENEC.
El 17 de febrero de 1986 comenzó en La Habana el Encuentro Nacional Eclesial Cubano. En la sala había 110 seglares, 39 presbíteros, 24 religiosas y religiosos y 8 obispos. Tal pluralidad no tenía antecedentes en la historia cubana. Si allí no estaba toda la Iglesia, había una muestra harto representativa de ella. Como afirmó en su discurso inaugural Mons. Adolfo Rodríguez, por entonces presidente de la Conferencia Episcopal:
Detrás de cada sacerdote presente están todos los sacerdotes de Cuba ausentes; detrás de cada religiosa presente, están todas las religiosas de Cuba ausentes; detrás de cada laico, hombre o mujer, joven, adulto, obrero, campesino, profesional, estudiante ... están todos los laicos cubanos católicos. A ellos los representamos; a ellos nos debemos; sin ellos nuestra presencia aquí no tiene sentido. Menos aún lo tendría al margen de ellos o contra ellos: contra sus anhelos, sus expectativas, sus opiniones, sus esperanzas que no podemos defraudar.
El obispo señaló como los dos ejes orgánicos del encuentro la fidelidad a Cristo y la fidelidad a Cuba y lo calificó como una celebración “que proclama nuestra fe en la Iglesia, pero no en la Iglesia abstracta, teórica, ideal, planetaria, de meras palabras teológicas; sino en la Iglesia concreta, práctica, real, que se llama la Iglesia de Dios en Cuba”.
El lema del evento “Iglesia sin fronteras, solidaria en el amor” demostró la voluntad de la institución de salir de los estrechos márgenes y hasta del relativo silencio en que se había sentido confinada durante un cuarto de siglo. Era también una manera de sanar viejas heridas, renunciar en nombre de la caridad a reproches y reclamaciones y la constatación de que así como existía un relevo generacional apreciable, era posible sentar bases nuevas para su trabajo que no excluían el diálogo con los no creyentes y hasta la posibilidad de haber aprendido algo de las circunstancias recientes.
Tres dimensiones se señalaron para esta Iglesia renovada: Iglesia evangelizadora, orante y encarnada. Es decir, centrada en Cristo y en el mensaje evangélico, marcada por una dimensión interior orante, de fuerte vivencia del misterio cristiano y hacia lo exterior comprometida con las circunstancias sociales. La Instrucción de los Obispos para la promulgación del Documento final del ENEC, en mayo de 1986 señalaba:
La fe en la encarnación impulsa a los cristianos militantes a buscar formas de presencia y de colaboración, sin faltar al respeto de la propia fe, en todas las actividades y organizaciones seculares, no confesionales, es decir que no exijan necesariamente ser ateo y abjurar de nuestros propios principios. Nos referimos a las organizaciones laborales, escolares, pioneriles, científicas, profesionales, campesinas, de defensa, culturales, deportivas…participando en toda tarea que se encamine al bien común.
Un evento de pocos días no podía agotar toda la riqueza de reflexiones de la REC, pero no solo dejó ese sabor de gran celebración que estuvo entre sus objetivos sino que legó a la historia un importante Documento final cuya doble fundamentación: teológica e histórica, fue el prolegómeno para caracterizar a una iglesia específica en un período concreto de su existencia. La voz angustiosa de los años 60 y 70 había sido sustituida por el optimismo de los que conocían su misión en el mundo que habitaban.
Es menos recordado, al menos dentro de Cuba, que hacia 1991, Mons. Boza Masvidal, por entonces Vicario General de Los Teques en Venezuela, tuviera la iniciativa de organizar las “Comunidades de Reflexión Eclesial Cubana en la Diáspora” (Creced). La dispersión geográfica hizo más complejo su desenvolvimiento pero arrojó resultados de interés para conocer mejor las realizaciones y dificultades de esa parte de la Iglesia cubana, a la vez que alivió las angustias del desarraigo con un espacio para la oración y la reflexión.
Aunque el valioso Documento final haya sido menos leído de lo que se debiera en la posteridad, tuvo el mérito de ser un testimonio bastante amplio y desprejuiciado de una experiencia sinodal, verdaderamente participativa, sin la cual no es posible comprender un período histórico lleno de cambios.
Puedo dar fe de que la llama del ENEC no se extinguió, al menos en la década que siguió al encuentro, y se hizo visible en una potenciación de la pastoral de laicos, que propició numerosos intercambios a nivel diocesano y nacional y el gradual crecimiento de la prensa católica en el panorama insular. La introducción en la labor pastoral de una planeación pastoral participativa, introducida precisamente en el décimo aniversario del ENEC, que aunque ajustada “muy a lo cubano” ha rendido frutos notables, sobre todo en el terreno de la formación cristiana y la diversidad de sus opciones, desde las catequesis parroquiales, hasta las escuelas de verano, sin olvidar las ofertas educativas generadas por congregaciones religiosas o parroquias que se han convertido en una modalidad inculturada de escuelas católicas.
Pero es preciso señalar que entre 1986 y la actualidad han ocurrido demasiadas cosas. Cuba ha cambiado, la Iglesia también. A la otspolitik de Pablo VI sucedió la actitud profética y de confrontación con el socialismo de San Juan Pablo II, continuada por su sucesor Benedicto XVI, y a esta le ha seguido el anuncio de “la revolución del amor” de Francisco. Estos tres últimos pontífices han visitado a Cuba e influido innegablemente en nuestros pensamientos y conductas. Pero también en los últimos años la precaria situación económica, la creciente emigración de cubanos, especialmente jóvenes, la crisis del modelo socialista que ha generado nuevas desigualdades en la sociedad actual, conforman un panorama completamente distinto y las relaciones del cristiano con el mundo que le rodea se plantean con desafíos diferentes.
A la luz de la invitación del papa Francisco, se impone reflexionar sobre la necesidad de vivir en una iglesia con actitud sinodal. No se trata de organizar a toda carrera un gran evento “de cumplo y miento”, ni de preparar una reunión de cierta élite de expertos y “responsables” a puertas cerradas, sino de interrogarnos si no necesitaríamos actualmente algo semejante a otra REC, no para copiarla en su letra y sus métodos, sino para pedir al Espíritu que nos inspire maneras novedosas de reflexionar y conocernos mejor.
La persistencia de la epidemia que nos azota, las tremendas carencias en el terreno económico y sus ecos en la sociedad parecería desaconsejar cualquier plan para estos tiempos. Pero de todos modos, hoy o mañana, el trimestre que viene o el año próximo, tendremos que hacer algo para no seguir en la oscuridad y saber dónde estamos y a dónde es necesario ir, lo otro sería improvisar a ciegas, o encerrarse en “lo de siempre”, aunque tales actitudes desperdician energías y paralizan las más saludables iniciativas.
En el año 2010 fui invitado como conferencista a la X Semana Social Católica que se celebraba en la Arquidiócesis de La Habana, me encargaron disertar sobre la pastoral de cultura en Cuba, sus experiencias y desafíos, pero eso lógicamente me llevó a terrenos muchos más amplios como la situación de la familia, la educación, el arte y recuerdo que concluí con unas palabras que fueron recibidas con agrado por algunos y con una especie de sorpresa por la mayoría. Las he releído mientras preparaba este artículo y no he dudado de reproducirlas para cerrarlo, porque creo que tienen un significado mucho más apremiante que entonces, cuando parecían una extraña profecía.
Invitaba entonces a caminar hacia lo que yo llamaba “la experiencia de Emaús”:
Así como Cristo va al encuentro de aquellos dos discípulos cabizbajos que no encuentran sentido a sus vidas después de la Pasión y comparte con ellos el camino, la reflexión sobre las Escrituras y la modesta cena donde se les ilumina en el acto de partir el pan, así, nosotros, Iglesia, tenemos que ir junto a cada uno de los cubanos – estén donde estén- para acompañarlos, ayudarlos a sanar decepciones, rencores, pesimismos, motivarlos a escuchar de nuevo el mensaje de la Resurrección y compartir el pan en la misma mesa con ellos.
Hubiera querido cerrar estas páginas con una cita de alguno de esos hermosos poemas que ha inspirado a la lírica cubana el pasaje de la aparición de Cristo a los discípulos camino de Emaús. Sin embargo, mientras procuraba hallarlo en mi biblioteca, volvía, una y otra vez a mis oídos ese canto de Perlita Moré, lleno de melancólico sabor vespertino y marcado por el ritmo de habanera:
Quédate, buen Jesús, que anochece,
quédate, que se apaga la fe,
que las sombras avanzan, Dios mío,
las sombras avanzan y el mundo no ve.
Quédate, por piedad, no te vayas,
quédate, Oh Divino Jesús.
Te decimos lo mismo que un día
los dos de Emaús:
no te vayas, Señor,
no te vayas, Señor.
Nada mejor que ese canto para recordarnos que Cristo nos ha hecho testigos y dispensadores de la esperanza.
De nosotros depende que otros descubran un rostro reconfortante en su camino,que las sombras retrocedan un poco más y podamos anunciar con fe viva que el alba está cercana. Quédate, pues, Jesús con nosotros, también hoy y por siempre.
Etiquetas