“Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu señor. La ciudad de Tiro viene con regalos, los pueblos más ricos buscan tu favor. Ya entra la princesa, bellísima, vestida de perlas y brocado; la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes, la siguen sus compañeras: las traen entre alegría y algazara, van entrando en el palacio real” (Sal 45, 11-16).
En la octava de la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora a los cielos, se celebra la memoria de María Reina. Esta advocación se deriva de la fiesta de Cristo Rey del Universo. Si Cristo, el Hijo de María, es Rey —como Él mismo afirmó ante Pilato: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37) —, lógicamente, la madre del Rey es reina.
Sin embargo, no debemos proyectar sobre Jesús, ni sobre su madre, nuestras formas humanas de entender la realeza. Si Jesús fue coronado de espinas y mostrado en la cruz como “Rey de los judíos”, María Reina no se aparta de su Hijo crucificado. Aun así, el pueblo cristiano, en muchas ocasiones, pide a la Iglesia que corone una imagen de la Virgen como expresión de devoción.
Reza: “María, reina de la paz, ruega por nosotros”.