Al Papa Francisco no le han dejado ir a Idomeni
Esto es una ficción, pero seguramente muy cercana a la realidad. Después de los gestos proféticos que hemos visto estos días de Semana Santa, no cabe la menor duda que al Papa Francisco le hubiera gustado estar en Idomeni. Pasar allí unas horas o unos días. Probablemente no le han dejado ir…Unos han pensado que demasiado barro para su blanca sotana, porque el fango podría mancharla. Otros habrán insistido en las cuestiones diplomáticas. El conflicto que se podía generar sería histórico, encima en la frontera entre Macedonia y Grecia, unos límites todavía en cuestión. Por lo tanto, algo absolutamente impensable y fuera de lugar desde la perspectiva de la política internacional. ¡Menudo follón, Santo Padre! Algunos, con buen sentido, le habrán dicho que su presencia propiciaría tumultos y presiones en la frontera, lo que supondría a lo mejor muchas víctimas ante una posible represión por parte de la policía y el ejército. La santa prudencia. En cualquier caso, entiendo que se ha quedado con las ganas. Sin embargo, ya desde la celebración del Domingo de Ramos, el Papa Francisco improvisó unas palabras para llamar la atención sobre la situación de los inmigrantes y refugiados. Justo después de referirse a “la infamia y la condena inicua” que recibió Jesús, dij, que también sufrió “la indiferencia, pues nadie quiso asumir la responsabilidad de su destino”. En este momento, improvisó unas palabras: “Pienso en tantos marginados, en tantos refugiados… y también en tantos que no quieren asumir la responsabilidad de su destino”. ¡Gobernantes europeos escuchen! Sin olvidar que, en su viaje a la isla de Lampedusa, Francisco dijo: “¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto. La ilusión por lo insignificante, por lo provisional, nos lleva hacia la indiferencia hacia los otros, nos lleva a la “globalización de la indiferencia”.
Ante la tentación de mistificar excesivamente la Cruz de Cristo, miremos las cruces de tantos hermanos nuestros, atrapados en centros de detención. Así son y se llaman ahora. Y ante las inquietudes de una “solución final” -¿Nos recuerda algo?- con el acuerdo UE-Turquía, pidamos a los gobiernos justicia.
El Papa Francisco nos ha dejado dos grandes mensajes, en esta Semana Santa. El primero, que los refugiados e inmigrantes no son seres anónimos, sino que tienen rostro e historia. Y, el segundo, que éste es uno de los problemas, en donde se juega la calidad de nuestra vida cristiana y nuestro compromiso.
El Jueves Santo, dado que no había podido ir a Idomeni, se marchó al centro de refugiados de Roma. Allí lavó los pies, sin discriminaciones a once inmigrantes —cuatro católicos nigerianos, tres coptas eritreas, tres musulmanes de Siria, Pakistán y Malí, un indio de religión hindú— y una voluntaria. Se arrodilló delante de ellos y besó sus pies. Esos pies que han recorrido miles de kilómetros para llegar a una tierra que les niega la esperanza. Pero lo más significativo, durante bastante tiempo saludó personalmente a cada uno de ellos. Permitió -sin problemas- los selfies con los que lo deseaban. Uno de los hombres, al menos simbólicamente más importantes del globo terrestre, les daba la mano uno a uno a todos los refugiados de ese centro sin importarle su raza o su religión. Les estaba devolviendo la dignidad que la sociedad les roba. El Papa nos estaba indicando un camino muy claro. En cristiano, no solo es inconcebible el racismo y la xenofobia, sino que cada persona con su historia y su rostro concreto, han llegado a duras penas y con mucho sufrimiento a nuestras tierras, y solo por eso, se merecen nuestro reconocimiento y nuestra ayuda.
La insistencia del Papa en este tema y, en los mensajes de estos días, se debe a que, sin duda, estamos ante uno de los problemas más graves de la Humanidad, en estos momentos. Y no sólo lo dice el Papa: “Estamos presenciando la peor crisis de refugiados de nuestra era, en la que millones de mujeres, hombres y niños luchan por sobrevivir en medio de guerras brutales, redes de traficantes de seres humanos y gobiernos que persiguen intereses políticos egoístas en lugar de mostrar una compasión humana básica”, afirmó Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional. Por eso, el Papa Francisco, insiste a tiempo y a destiempo en la cuestión de los refugiados. Miles de personas en Idomeni, en Lesbos y en otros lugares, se hacinan, buscando la vida. Y se encuentran con un muro.
También, entre nosotros, el arzobispo de Tánger, el franciscano Santiago Agrelo, nos recuerda con frecuencia nuestro Idomeni de las cuchillas: “una maldita frontera que Dios no hizo, ni quiso, ni quiere”. El muro de la vergüenza. Y este es nuestro.
El Papa Francisco, en el Vía Crucis del viernes santo en el Coliseo ha denunciado de manera profética: "Te vemos en el Mediterráneo y en el mar Egeo convertido en un cementerio por nuestra conciencia narcotizada”. Ojalá que la Resurrección pueda dar oportunidades a quienes tanto las necesitan.
Ante la tentación de mistificar excesivamente la Cruz de Cristo, miremos las cruces de tantos hermanos nuestros, atrapados en centros de detención. Así son y se llaman ahora. Y ante las inquietudes de una “solución final” -¿Nos recuerda algo?- con el acuerdo UE-Turquía, pidamos a los gobiernos justicia.
El Papa Francisco nos ha dejado dos grandes mensajes, en esta Semana Santa. El primero, que los refugiados e inmigrantes no son seres anónimos, sino que tienen rostro e historia. Y, el segundo, que éste es uno de los problemas, en donde se juega la calidad de nuestra vida cristiana y nuestro compromiso.
El Jueves Santo, dado que no había podido ir a Idomeni, se marchó al centro de refugiados de Roma. Allí lavó los pies, sin discriminaciones a once inmigrantes —cuatro católicos nigerianos, tres coptas eritreas, tres musulmanes de Siria, Pakistán y Malí, un indio de religión hindú— y una voluntaria. Se arrodilló delante de ellos y besó sus pies. Esos pies que han recorrido miles de kilómetros para llegar a una tierra que les niega la esperanza. Pero lo más significativo, durante bastante tiempo saludó personalmente a cada uno de ellos. Permitió -sin problemas- los selfies con los que lo deseaban. Uno de los hombres, al menos simbólicamente más importantes del globo terrestre, les daba la mano uno a uno a todos los refugiados de ese centro sin importarle su raza o su religión. Les estaba devolviendo la dignidad que la sociedad les roba. El Papa nos estaba indicando un camino muy claro. En cristiano, no solo es inconcebible el racismo y la xenofobia, sino que cada persona con su historia y su rostro concreto, han llegado a duras penas y con mucho sufrimiento a nuestras tierras, y solo por eso, se merecen nuestro reconocimiento y nuestra ayuda.
La insistencia del Papa en este tema y, en los mensajes de estos días, se debe a que, sin duda, estamos ante uno de los problemas más graves de la Humanidad, en estos momentos. Y no sólo lo dice el Papa: “Estamos presenciando la peor crisis de refugiados de nuestra era, en la que millones de mujeres, hombres y niños luchan por sobrevivir en medio de guerras brutales, redes de traficantes de seres humanos y gobiernos que persiguen intereses políticos egoístas en lugar de mostrar una compasión humana básica”, afirmó Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional. Por eso, el Papa Francisco, insiste a tiempo y a destiempo en la cuestión de los refugiados. Miles de personas en Idomeni, en Lesbos y en otros lugares, se hacinan, buscando la vida. Y se encuentran con un muro.
También, entre nosotros, el arzobispo de Tánger, el franciscano Santiago Agrelo, nos recuerda con frecuencia nuestro Idomeni de las cuchillas: “una maldita frontera que Dios no hizo, ni quiso, ni quiere”. El muro de la vergüenza. Y este es nuestro.
El Papa Francisco, en el Vía Crucis del viernes santo en el Coliseo ha denunciado de manera profética: "Te vemos en el Mediterráneo y en el mar Egeo convertido en un cementerio por nuestra conciencia narcotizada”. Ojalá que la Resurrección pueda dar oportunidades a quienes tanto las necesitan.