Pederastia: ¡Pase por caja y calle!
La pederastia desde luego no es problema de caja. Esto significaría un reduccionismo insultante, sobre todo para las víctimas. Pero tampoco se puede olvidar su dimensión económica, aunque nunca prioritaria, por lo menos para la Iglesia. Por eso, si las personas heridas por esta lacra, no notan la mínima “empatía” por parte de los hombres de Iglesia, pasarán a una mayor agresividad a todos los niveles. Es probablemente lo que ha ocurrido en muchas latitudes (Estados Unidos, Irlanda, Australia..) ante la indiferencia o dejadez de muchos responsables eclesiásticos.
Al parecer, a las víctimas de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes de la archidiócesis de Nueva York, la solución que se les propone es: pase usted por caja y calle. Me resulta sorprendente, por parte del Cardenal Dolan, esa actitud de cajero. Lo económico en la Iglesia nunca debe ocupar el primer plano. Evidentemente, la posible indemnización es de derecho. Pero la Iglesia debería ser la primera interesada en llegar hasta el final y hasta las últimas consecuencias en todos esos casos tan lacerantes. No se trata de que prescriban con el paso del tiempo. Es un problema de dignidad. La confidencialidad no debe confundirse con el silencio o el encubrimiento. La impresión es que no se ha hecho un estudio riguroso para analizar la profundidad del problema. Pero sobre todo, para zanjar la cuestión definitivamente con justicia y transparencia. Y, evidentemente, establecer unos cauces para que estas situaciones no sucedan, y si acontecen, denunciarlas inmediatamente. Estamos, generalmente, ante vidas muy vulnerables.
La posible compensación económica, por parte del cajero, probablemente signifique una cierta reparación, sin embargo muchas de esas biografías han visto su infancia o juventud truncadas. Y eso no tiene precio. Y, por supuesto, la mayoría de esas víctimas han perdido la fe en Dios y en la Iglesia. Entre otras cosas por el encubrimiento del agresor, que ha podido seguir con sus maldades, simplemente trasladándolo a otro lugar. La Iglesia está en un momento óptimo para terminar definitivamente con esa página negra de su historia, escrita por algunos miembros, con la complicidad de otros. Sin duda una nueva sensibilidad eclesial se ha abierto camino.
Estamos ante situaciones que no se arreglan con dólares o euros. Las noches de sufrimiento, el sentimiento de vergüenza y de humillación, el miedo a denunciar al agresor han creado en muchas víctimas un deterioro psicológico, en muchos casos, irreversible. Un buen número de víctimas han tardado años en denunciar esas atrocidades, y lo han malvivido con un silencio doloroso. Tampoco podemos olvidar los suicidios y los que nunca declararán su drama personal.
Los “traumas” y las secuelas son muy evidentes e innegables, por eso si se olvida la dimensión humana de este problema, por parte de la Iglesia, caeremos en una inhumanidad absoluta. Es cierto que muchos gabinetes jurídicos, como cuervos, intentarán sacar buenas tajadas de esos casos, pero esto no es óbice para que la Iglesia no olvide sus valores y principios. Ante todo es la persona concreta, el rostro sufriente y masacrado en los más íntimo de su ser por un hombre de Dios. Ese es el gran problema. Esa persona no ha sido violada por un cualquiera, sino por alguien que, supuestamente en nombre de Dios y representando a la Iglesia, ha continuado ejerciendo su ministerio. Sin duda, el pederasta, habrá sentido al menos el aguijón de las contradicciones, pero ha seguido, de manera inhumana, abusando de ese niño o de esa niña. Y además, generalmente, encubierto por algún superior. Esto es lo intolerable. Por eso, una vez más, luz y taquígrafos para un problema no resuelto, y que salpica gravemente la credibilidad de la Iglesia.
Acallar a las víctimas con dinero es una mala solución. La claridad y la trasparencia, acompañada de una compensación puede ser el inicio de un camino para que, caso por caso, pueda ver la luz y el final del nefasto pasado. Para el presente y el futuro, una necesaria prevención se impone. La detección de una clara inmadurez afectivo-sexual debe incapacitar para asumir el celibato eclesiástico. Una persona de esa índole puede convertirse en un depredador peligroso, que se esconde detrás de la sotana o el “clergyman”. Por supuesto que la pederastia no es exclusiva del clero, pero ésta es sangrante, ya que se reviste o encubre con el velo de lo sagrado.
Al parecer, a las víctimas de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes de la archidiócesis de Nueva York, la solución que se les propone es: pase usted por caja y calle. Me resulta sorprendente, por parte del Cardenal Dolan, esa actitud de cajero. Lo económico en la Iglesia nunca debe ocupar el primer plano. Evidentemente, la posible indemnización es de derecho. Pero la Iglesia debería ser la primera interesada en llegar hasta el final y hasta las últimas consecuencias en todos esos casos tan lacerantes. No se trata de que prescriban con el paso del tiempo. Es un problema de dignidad. La confidencialidad no debe confundirse con el silencio o el encubrimiento. La impresión es que no se ha hecho un estudio riguroso para analizar la profundidad del problema. Pero sobre todo, para zanjar la cuestión definitivamente con justicia y transparencia. Y, evidentemente, establecer unos cauces para que estas situaciones no sucedan, y si acontecen, denunciarlas inmediatamente. Estamos, generalmente, ante vidas muy vulnerables.
La posible compensación económica, por parte del cajero, probablemente signifique una cierta reparación, sin embargo muchas de esas biografías han visto su infancia o juventud truncadas. Y eso no tiene precio. Y, por supuesto, la mayoría de esas víctimas han perdido la fe en Dios y en la Iglesia. Entre otras cosas por el encubrimiento del agresor, que ha podido seguir con sus maldades, simplemente trasladándolo a otro lugar. La Iglesia está en un momento óptimo para terminar definitivamente con esa página negra de su historia, escrita por algunos miembros, con la complicidad de otros. Sin duda una nueva sensibilidad eclesial se ha abierto camino.
Estamos ante situaciones que no se arreglan con dólares o euros. Las noches de sufrimiento, el sentimiento de vergüenza y de humillación, el miedo a denunciar al agresor han creado en muchas víctimas un deterioro psicológico, en muchos casos, irreversible. Un buen número de víctimas han tardado años en denunciar esas atrocidades, y lo han malvivido con un silencio doloroso. Tampoco podemos olvidar los suicidios y los que nunca declararán su drama personal.
Los “traumas” y las secuelas son muy evidentes e innegables, por eso si se olvida la dimensión humana de este problema, por parte de la Iglesia, caeremos en una inhumanidad absoluta. Es cierto que muchos gabinetes jurídicos, como cuervos, intentarán sacar buenas tajadas de esos casos, pero esto no es óbice para que la Iglesia no olvide sus valores y principios. Ante todo es la persona concreta, el rostro sufriente y masacrado en los más íntimo de su ser por un hombre de Dios. Ese es el gran problema. Esa persona no ha sido violada por un cualquiera, sino por alguien que, supuestamente en nombre de Dios y representando a la Iglesia, ha continuado ejerciendo su ministerio. Sin duda, el pederasta, habrá sentido al menos el aguijón de las contradicciones, pero ha seguido, de manera inhumana, abusando de ese niño o de esa niña. Y además, generalmente, encubierto por algún superior. Esto es lo intolerable. Por eso, una vez más, luz y taquígrafos para un problema no resuelto, y que salpica gravemente la credibilidad de la Iglesia.
Acallar a las víctimas con dinero es una mala solución. La claridad y la trasparencia, acompañada de una compensación puede ser el inicio de un camino para que, caso por caso, pueda ver la luz y el final del nefasto pasado. Para el presente y el futuro, una necesaria prevención se impone. La detección de una clara inmadurez afectivo-sexual debe incapacitar para asumir el celibato eclesiástico. Una persona de esa índole puede convertirse en un depredador peligroso, que se esconde detrás de la sotana o el “clergyman”. Por supuesto que la pederastia no es exclusiva del clero, pero ésta es sangrante, ya que se reviste o encubre con el velo de lo sagrado.