Teresa de Calcuta en el club de la santidad
El próximo domingo, día 4 de septiembre, Teresa de Calcuta, entrará a formar parte de la lista de santas y santos de la Iglesia. El Papa Francisco declarará solemnemente su santidad. Codeándose, ni más ni menos que con Francisco de Asís, Vicente Paul, Tomás de Villanueva, Teresa Jornet y muchos otros y otras. ¿Con quien hará peña?
La santidad de la madre Teresa no fue una meta vital, sino el resultado global de una vida. Probablemente esta mujer ha llegado a ser santa, como muchos santos, sin apercibirse de esa calificación, ni por supuesto pretenderla. Simplemente vivió su vida…y fue una vida santa.
La madre Teresa no lo tuvo fácil en sus inicios, ni a nivel personal, ni eclesial. Nada que ver con esa imagen repetida de los reconocimientos y las fotos con los grandes de este mundo. Esos reconocimientos llegaron más tarde, después de muchos sufrimientos. Ella tuvo que luchar contra viento y marea, parece mentira, para hacer creíble su proyecto, una vez más al interior de la Iglesia. ¿Qué hacía aquella monja por las calles de Calcuta con un “sari"? ¿A quien pretende dar lecciones de evangelio? Esto se preguntaban muchos bienpensantes.
Teresa de Calcuta empezó a caminar por el sendero de la vida y del dolor, abrumada y doblegada por el sufrimiento que veía a su alrededor. Vivió a fondo el conflicto entre la revelación de su vocación religiosa y la realidad, que se le imponía en aquella Calcuta, abandonada de la mano de Dios y de los hombres. Esta mujer entró en conversación con Dios. Con esa voz de amor, que llama a cada uno por su nombre, que despierta al hombre, y éste intuye una fuerza que le hace vivir. Es el coraje de la fe el que se enfrenta con la realidad. Nace así la vocación. La respuesta de Teresa de Calcuta a Dios nacía de las exigencias de la realidad, que se desplegara en un proyecto concreto de acción. Las numerosas dificultades no le arredraron, porque tenía la certeza absoluta, de que Dios estaba en aquel mundo de la marginación y de la pobreza absoluta. En esos rostros concretos. Las resistencias que fue encontrando en esos primeros tiempos se transformaron poco a poco en respeto y reconocimiento por parte de muchos críticos de su obra.
En Teresa de Calcuta se cumple con amplitud la obra recreadora de Dios. Dentro de los hombres hay posibilidades y unas fuerza que alguien consigue elevar hasta el máximo. Aquello que, humanamente hablando, parecía imposible se convierte ahora en una posibilidad real. La madre Teresa, pequeña, enjuta, muy vulnerable físicamente, empezó a recorrer aquellas calles fétidas, infectadas de enfermedades y sufrimiento oceánico. Aquellos lugares, en los que la basura, los cuervos y los seres humanos se disputaban las sobras de los ricos. Sin ningún miedo, sin ningún reparo, por que iba al encuentro del Cristo sufriente. Se acercaba a todo hombre o mujer, que necesitaba de ayuda, sin prejuicios de ningún tipo. La llegada de Jesús a su vida la cambió radicalmente. Ese es el gran milagro.
La madre Teresa no entendía de teologías o economías. No era su campo. Su intuición fue que Dios hace suyos a los pobres, los defiende y los ama. En aquella sociedad “calcutiana” los pobres eran considerados “no personas”. Así eran vistos, o más claramente no vistos, porque eran más bien invisibles en cuanto que excluidos. Nadie se ocupaba de los numerosos niños abandonados, de los enfermos mentales y físicos, de los leprosos, de las mujeres despreciadas, de los agonizantes. Una lista inmensa de sufrimiento, que pedía una mano de consuelo y cercanía.
A este proyecto se le fueron uniendo muchas hermanas y hermanos y miles de voluntarios de todas las razas y creencias en los cinco continentes. Su carisma sigue vivo, porque su milagro fue vivir a fondo esa verdad: en el pobre está Cristo. Y la autenticidad siempre es atrayente. En la congregación ya cuentan con varias mártires, recordemos recientemente en Yemen.
La madre Teresa pagó el preció de amar “hasta que duela”, como solía decir. En su último año se le veía como una “pequeña pasa”, totalmente arrugada y encorvada, los pies vendados, pero con la mirada alegre y la mente clara. En la capilla, cada día se sentaba en una silla, y al segundo, con gran dificultad se arrodillaba, como si quisiera seguir poniéndose a los pies de los pobres crucificados. La santidad de la Madre Teresa es la de un vida gastada y desgastada por el evangelio. Ella nos marca el camino de la radicalidad y autenticidad…¡Qué lástima que no haya tenido lugar en Calcuta esta ceremonia de la canonización!.
La santidad de la madre Teresa no fue una meta vital, sino el resultado global de una vida. Probablemente esta mujer ha llegado a ser santa, como muchos santos, sin apercibirse de esa calificación, ni por supuesto pretenderla. Simplemente vivió su vida…y fue una vida santa.
La madre Teresa no lo tuvo fácil en sus inicios, ni a nivel personal, ni eclesial. Nada que ver con esa imagen repetida de los reconocimientos y las fotos con los grandes de este mundo. Esos reconocimientos llegaron más tarde, después de muchos sufrimientos. Ella tuvo que luchar contra viento y marea, parece mentira, para hacer creíble su proyecto, una vez más al interior de la Iglesia. ¿Qué hacía aquella monja por las calles de Calcuta con un “sari"? ¿A quien pretende dar lecciones de evangelio? Esto se preguntaban muchos bienpensantes.
Teresa de Calcuta empezó a caminar por el sendero de la vida y del dolor, abrumada y doblegada por el sufrimiento que veía a su alrededor. Vivió a fondo el conflicto entre la revelación de su vocación religiosa y la realidad, que se le imponía en aquella Calcuta, abandonada de la mano de Dios y de los hombres. Esta mujer entró en conversación con Dios. Con esa voz de amor, que llama a cada uno por su nombre, que despierta al hombre, y éste intuye una fuerza que le hace vivir. Es el coraje de la fe el que se enfrenta con la realidad. Nace así la vocación. La respuesta de Teresa de Calcuta a Dios nacía de las exigencias de la realidad, que se desplegara en un proyecto concreto de acción. Las numerosas dificultades no le arredraron, porque tenía la certeza absoluta, de que Dios estaba en aquel mundo de la marginación y de la pobreza absoluta. En esos rostros concretos. Las resistencias que fue encontrando en esos primeros tiempos se transformaron poco a poco en respeto y reconocimiento por parte de muchos críticos de su obra.
En Teresa de Calcuta se cumple con amplitud la obra recreadora de Dios. Dentro de los hombres hay posibilidades y unas fuerza que alguien consigue elevar hasta el máximo. Aquello que, humanamente hablando, parecía imposible se convierte ahora en una posibilidad real. La madre Teresa, pequeña, enjuta, muy vulnerable físicamente, empezó a recorrer aquellas calles fétidas, infectadas de enfermedades y sufrimiento oceánico. Aquellos lugares, en los que la basura, los cuervos y los seres humanos se disputaban las sobras de los ricos. Sin ningún miedo, sin ningún reparo, por que iba al encuentro del Cristo sufriente. Se acercaba a todo hombre o mujer, que necesitaba de ayuda, sin prejuicios de ningún tipo. La llegada de Jesús a su vida la cambió radicalmente. Ese es el gran milagro.
La madre Teresa no entendía de teologías o economías. No era su campo. Su intuición fue que Dios hace suyos a los pobres, los defiende y los ama. En aquella sociedad “calcutiana” los pobres eran considerados “no personas”. Así eran vistos, o más claramente no vistos, porque eran más bien invisibles en cuanto que excluidos. Nadie se ocupaba de los numerosos niños abandonados, de los enfermos mentales y físicos, de los leprosos, de las mujeres despreciadas, de los agonizantes. Una lista inmensa de sufrimiento, que pedía una mano de consuelo y cercanía.
A este proyecto se le fueron uniendo muchas hermanas y hermanos y miles de voluntarios de todas las razas y creencias en los cinco continentes. Su carisma sigue vivo, porque su milagro fue vivir a fondo esa verdad: en el pobre está Cristo. Y la autenticidad siempre es atrayente. En la congregación ya cuentan con varias mártires, recordemos recientemente en Yemen.
La madre Teresa pagó el preció de amar “hasta que duela”, como solía decir. En su último año se le veía como una “pequeña pasa”, totalmente arrugada y encorvada, los pies vendados, pero con la mirada alegre y la mente clara. En la capilla, cada día se sentaba en una silla, y al segundo, con gran dificultad se arrodillaba, como si quisiera seguir poniéndose a los pies de los pobres crucificados. La santidad de la Madre Teresa es la de un vida gastada y desgastada por el evangelio. Ella nos marca el camino de la radicalidad y autenticidad…¡Qué lástima que no haya tenido lugar en Calcuta esta ceremonia de la canonización!.