La letalidad de la corrupción de los políticos creyentes
Una de las grandes frustraciones de muchos cristianos, en estos últimos tiempos, ha sido ver como desfilaban por los tribunales de justicia algunos políticos, acusados de corrupción, que se habían declarado, públicamente, creyentes y practicantes. Incluso algunos de ellos miembros notables de algún movimiento eclesial. Uno siempre pensaba inocentemente que la ética cristiana podía ser un dique para este tipo de tropelías, sin embargo aparentemente no es, ni ha sido así. Esto ha provocado el escándalo en los de dentro y la burla de los de fuera. ¿Qué ha podido fallar? ¿Falta de formación o de convencimiento profundo? ¿Incoherencia consciente y premeditada? ¿La contundencia de las tentaciones?
Sin duda, la vida cristiana no es algo añadido artificialmente a la personalidad de cualquier ser humano que se declara creyente. En principio, colorea toda su personalidad, ya que esa persona se auto-comprende e interpreta la realidad desde los parámetros de su creencia. Uno no es parcialmente creyente, sino en la totalidad de su ser. Eso no significa que pierda la autonomía de su personalidad y su profunda libertad, sino todo lo contrario. La libertad es potenciada por la creencia, ya que es el primer presupuesto de toda creencia auténtica. Cuando la libertad es anulada o mermada no se está en el dominio de la creencia, sino del sectarismo. A nadie se le debe obligar a creer, pero si alguien cree y practica tiene que ser mínimamente coherente con lo que cree, o al menos, asumir responsablemente las contradicciones e incoherencias de su comportamiento. Sin embargo, la corrupción, para alguien que se dedica a la gestión del bien común es el mayor de los pecados, ya que ha traicionado gravemente la confianza de la ciudadanía. Y encima, es creyente…¡Qué vergüenza! Su felonía daña gravemente la credibilidad de la fe.
Probablemente muchos de los llamados políticos creyentes han olvidado estos postulados tan sencillos. Para ellos, por un lado esta la práctica de su credo, y por otro su comportamiento político y ético. Aunque resulte paradójico, el “ir a misa” para estos se ha convertido en un rito vacío sin ninguna incidencia en su actuación personal, política o ética. Incluso ha podido derivar en un elemento justificante de su comportamiento negativo. Esta especie de dicotomía les ha llevado a comulgar además, muchas veces, con estrategias de sus partidos políticos basadas en la mentira, en la calumnia o la injusta descalificación de sus adversarios políticos o de sus mismos correligionarios. Y también a jugar con fuego en los aspectos económicos. Todos estos asuntos son absolutamente incompatibles con una ética básica de cualquier creencia. El creyente no puede ceder o claudicar ante este tipo de conductas degradantes. Por eso el auténtico político creyente es, en muchas ocasiones, incómodo para el partido político de turno. La supervivencia en el partido político o la lucha por el poder a cualquier precio les ha llevado a esta nefasta deriva. Muchos de ellos poco a poco se han enfangado hasta el punto de no reconocerse y refugiarse en una pseudo-religión a su medida. Y además, su escandaloso comportamiento ha hecho mucho daño a los creyentes, que cada día en los distintos ámbitos intentan vivir su fe.
Una nueva generación de políticos creyentes y practicantes, bien pertrechados desde el punto de vista formativo y ético, serían necesarios en los partidos políticos de nuestra querida España. Su contribución podría ser decisiva para la necesaria “regeneración ética”. La fe no se reduce al ámbito de lo privado, tiene una clara incidencia en lo público. Muchos de los políticos corruptos, que se declaran creyentes, creen que la sacristía les justifica o absuelve de sus tropelías. Una fe actualizada, convencida y convincente es para vivirla y airearla, para que coloree sin complejos nuestra sociedad. No se trata de que todo huela a vela (ya tuvimos bastante con el nacionalcatolicismo), sino a compromiso transformador de la sociedad desde unos valores propios y compartidos. Una fe dialogante con otras creencias y postulados, que sin renunciar a sus principios esenciales, reconoce la parte de verdad y sinceridad en el otro. En una palabra, políticos íntegros, que desde sus creencias, sin fundamentalismos, ni prejuicios, se pongan al servicio de una sociedad moderna, abierta y plural. Que sean capaces de gobernar para todos, pero particularmente de arbitrar políticas sociales y solidarias con los más desfavorecidos de nuestra sociedad. ¿Existen? Esperemos…