A los clérigos amancebados se les prohíbe exhibir su situación: no dejarse acompañar por su barragana por la calle ni llevarla “a las ancas de su mula, aunque viva con ella” ¿Por qué, desde la Curia vaticana, nunca se cuestiona la ley del celibato?

Hablemos claro sobre la ley del celibato (20)

El ocultamiento sobre el cumplimiento del celibato ha venido siendo regla habitual desde que se impuso la ley. Había que evitar el escándalo de los fieles y el descrédito de la propia ley y de la autoridad que la imponía. De aquí el proceder recomendado por concilios y sínodos. Así consta, por ejemplo, en la directiva que el obispo de Burgos, don Pablo de Santamaría, impone en el sínodo diocesano del año 1427: “si el predicador entendiere que algunos clérigos incurren en pecados, mayormente si son públicos, denúncielo o predique a los clérigos apartadamente, exhortándolos e amonestándolos caritativamente como debe, e no en presencia de seglares, por que no sea escandalizado el pueblo, ni se retrayan de la devocion de las yglesias...” (S.H. VII, pág. 169). No hay alusión alguna a la corrección evangélica de Mateo 18,15-17. Quizá porque esta ley no viene del Evangelio, o porque la comunidad era pasiva y contaba muy poco, o, tal vez mejor, porque su origen está en el absolutismo autoritario, impuesta tiránicamente, fuera del modo de Jesús: “no será así entre vosotros” (Mt 20,,26; Mc 10,43; Lc 22,26).

Raramente aparece en los sínodos alguna motivación evangélica para apoyar esta ley o sus procedimientos. El evangelio cuenta poco en esta ley eclesial. La razón, creo, es que ha sido impuesta por una autoridad que se cree poseedora del poder absoluto, universal y estrictamente personal. Es la autoridad que hasta llega a creer “que le es lícito deponer a los emperadores” (Gregorio VII: Dictatus Papae XII); “que la Iglesia Romana no ha errado y no errará nunca, según testimonio de las Escrituras” (o.c. XXII); “que sólo él (el Papa) puede llevar las insignias imperiales” (o.c. IX); “que todos los príncipes deben de besar los pies solamente del Papa” (o.c. VIII); “que su decisión no debe ser rechazada por nadie y sólo él puede rechazar la de todos” (o.c. XVIII). Como resume José M. Castillo, citando a Y. Congar: “Lo que vino a enseñar Gregorio VII fue esto: `Obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia y esto, a su vez, significa obedecer al Papa y viceversa´” (Evangelio marginado. Desclée de Brouwer. Bilbao 2019. P. 248).

Esta mentalidad se prolonga y brilla especialmente en los Inocencio III (1198-1216) y IV (1243-1254), y explosiona en Bonifacio VIII (1294 a 1303): “existen dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el poder espiritual (...) Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pronunciamos que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida al pontífice romano” (Bula `Unam sanctam´, del año 1302).

Si la ley del celibato viene del Papa, autoridad en este mundo plena y absoluta, viene de Dios. Es la conclusión lógica impuesta como inapelable a los católicos de Roma. Por eso nunca, desde la Curia vaticana, se acepta cuestionar una ley papal. Dios, según la lógica del poder romano, puede mandar inhumanidades, como vemos en el Antiguo Testamento (prueba de Abrahán: Gn 22), interpretado textualmente.

Esta actitud ha llegado a nuestros días, sobre todo en el, desde otros puntos de vista, santo, Juan Pablo II. Refiere el vaticanista Giancarlo Zizola (1936-2011) un hecho sucedido durante la celebración del sínodo sobre la familia, en 1980. Cuenta que el Papa “perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes, a quienes les dijo: `Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. Hay que hacerles callar de una vez´ (La otra cara de Wojtyla. Editorial Tirant lo Blanch. Valencia. 2005. Traducción de A. Duato). “También el cardenal José Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, osó dirigirse al Papa en estos términos: `Santidad, mi conciencia de obispo me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez del clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma´. La respuesta del Papa habría sido: `Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho´. Días después Bueno Monreal sufrió un infarto y le fue aceptada la dimisión” (Juan José Tamayo, en El País "Babelia". Sábado 19 de febrero de 2005).

Esta actitud obediente a Roma quedó reflejada en una famosa sentencia, presente en un texto de San Agustín (354-430). La ocasión la brindó la polémica de Pelagio (sobre el pecado original y la necesidad de la gracia para obrar bien). San Agustín  acudió al Papa Inocencio I (por cierto, hijo del papa anterior, Anastasio I, sucesor de San Siricio; quizá el único caso en la historia en que un hijo sucede a su padre, también Papa) para que solventara la disputa con Pelagio. La respuesta de Inocencio I, tan clara, autoritaria y contundente, provocó  la frase famosa de san Agustín el 23 de septiembre de 417 en su sermón número 131.10: “Roma locuta, causa finita” (“cuando Roma ha hablado, la causa está terminada”). Se ha convertido en sentencia para todo asunto ya resuelto por una autoridad inapelable. Esta mentalidad explica el silencio pertinaz de infinidad de obispos que callan ante la sangría de dirigentes eclesiales que han sido forzados por esta ley a dejar el ministerio. Creen que por caminos de poder absoluto, por disciplina inamovible y por oración constante, se solucionará la escasez de sacerdotes y la crisis actual de la Iglesia. Piensan que la ley es indiscutiblemente buena, porque viene del poder máximo, del Espíritu de Jesús que actúa en el Papa, “vicario de Cristo en la tierra”.

Los procedimientos recomendados por concilios y sínodos se atenían a unas líneas comunes: los obispos estarán vigilantes sobre los sospechosos de amancebamiento; y no dejarán de predicar y amonestar a los amancebados, “siempre en privado, jamás en presencia de laicos”. Así se evita el mal ejemplo y el desprecio de los fieles.

A los clérigos amancebados se les prohíbe exhibir su situación: no dejarse acompañar por su barragana por la calle ni llevarla “a las ancas de su mula, aunque viva con ella” (Sínodos de Burgos de 1493 y 1503 (S.H. VII, págs. 23 y 270). En el s. XVI, el sínodo de Astorga de 1553, también se sugiere que “las causas donde se tratara «la infamia de los clérigos» se hicieran secretamente, porque «la infamia de los clérigos, quando se publica, es en opprobio y vilipendio del estado eclesiástico, y pierden el crédito y autoridad que deven tener...»” (S.H. III, pág. 61).

“A grandes rasgos, concluye la doctora Arranz Guzmán, todo parece indicar que, al margen de las relaciones ocasionales con mujeres de variada condición, las barraganas «fijas» solían envejecer junto al clérigo. Valga como ejemplo la noticia proporcionada por el vicario del obispo sobre la visita girada por la diócesis de Segovia en 1446, quien apuntó en su cuadernillo que al llegar a Valdevarnés comprobó que el rector de la parroquia era «buen clérigo corregido, aunque tuvo compannera es ya vieja e está sin suspicción del pueblo aunque la tiene en casa. Fallé que no usaba con ella carnalmente» (Cit. por B. Bartolomé, «Una visita...», pág. 333)” (Celibato eclesiástico, barraganas y contestación social en la Castilla bajomedieval. Historia medieval, ISSN 0214-9745, Nº 21, 2008, págs. 13-39). Valdevarnés fue municipio independiente hasta 1970. Hoy está incorporado al municipio de Campo de San Pedro, provincia de Segovia.

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