Si la Iglesia se hubiera atenido al Evangelio, sólo hubiera plantado y cultivado el “celibato opcional” 18 de agosto: ya el 175 aniversario de unos mártires del celibato opcional

“Camila: mueres conmigo; ya que no hemos podido vivir juntos en la tierra, nos uniremos ante Dios”

Hace unos días, en un pueblo cercano, me encontré con un sacerdote secularizado de los años setenta. ¡Qué buen rato pasamos charlando sobre la actualidad eclesial! Nos contamos nuestra vida ministerial, y su después. Había coincidencia en la pérdida que viene suponiendo para la Iglesia el mantenimiento de esta ley. Él sigue cultivando su vocación, incluso jubilado, de trabajo por el Evangelio y la Iglesia. Tenía clara su vocación ministerial y matrimonial. No le dejaron ejercerla en plenitud. Y como él, infinidad de presbíteros y algunos obispos están sufriendo la terquedad de la Iglesia. Basta con asomarse con fe y misericordia a las asociaciones de sacerdotes casados, extendidas por todo el mundo. Son una voz del Espíritu, que se unen a las voces de siglos, pidiendo la libertad de Jesús para todos sus seguidores y servidores.

Si aplicamos el criterio evangélico para discernir la bondad o maldad de cualquier realidad, personal o institucional, el celibato obligatorio queda muy mal parado. La Iglesia plantó un árbol malo, primero en forma de “ley de continencia” (s. IV-XI), y después en forma de “celibato obligatorio” para los clérigos. Este árbol no resiste el criterio evangélico: “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos” Mt 7,16-18; Lc 6,43s). “Plantad un árbol bueno y el fruto será bueno; plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por su fruto” (Mt 12,33).

Si la Iglesia se hubiera atenido al Evangelio, sólo hubiera plantado y cultivado el “celibato opcional”. Este árbol sí ha dado frutos buenos. Y los sigue dando. Infinidad de cristianos y cristianas, dedicados a la enseñanza, a los enfermos, a la recuperación de prostitutas, a la catequesis, a diversos ministerios..., son ejemplos de trabajo por el reino de los cielos. Ellos se han reconocido agraciados con el celibato: un modo de vida mal visto por la sociedad imperante. Pero esa opción les ha facilitado acoger a todos los que la sociedad rechaza: enfermos, ignorantes, homosexuales, sin techo, sin familia... Su celibato no les ha hecho superiores ni dignos de un servicio superior en la Iglesia ni en la sociedad. Les ha hecho libres para amar a quienes la sociedad rechaza y desprecia. Es la clara propuesta del evangelio: “No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda” (Mt 19,11-12).

El “celibato obligatorio para el ministerio”, en toda época y lugar, ha producido protestas, escándalos, hijos abandonados, abortos e infanticidios, mujeres invisibles, destierros impuestos, vicios “contra naturam”, abusos “con impúberes de cualquier sexo”, hipocresías sin cuento. desprecio de la mujer (hasta María, la madre de Jesús, se vio salpicada y lo compartió con su género: San Bernardo, s. XII, niega que María fuera Inmaculada, porque, al ser engendrada con placer, era imposible que recibiera el estado de gracia en su concepción)... Más aún: este tipo de celibato obligatorio para ciertos ministerios ha producido personas engreídas, ansiosas de poder, dominantes de conciencias y de comunidades, exigiendo títulos y ropajes singulares, alzándose por encima de sus hermanos de forma despótica. Es el clericalismo que se denuncia, pero no se quiere corregir eficazmente. Clericalismo, con todos sus aditamentos, es el peaje que hay que pagar para que toleren el celibato obligatorio.

En s. V, la Iglesia persa ya denunció este árbol malo en el Concilio de Beth Edraï (486): “prohibir el matrimonio y su uso a los clérigos es una de “esas tradiciones nocivas y gastadas a las que debían poner fin los pastores”. Ocasiona “fornicaciones, adulterios y graves desórdenes”. Anuló la ley de continencia conyugal, decretada un siglo antes por el papa Siricio. Con textos de la Biblia demostraron la falsedad de la “tradición apostólica”. “El matrimonio legítimo y la procreación de los hijos, ya sea antes o después del sacerdocio, son buenos y aceptables a los ojos de Dios” (H. Crouzel: “Sacerdocio y Celibato”; AA. VV., Dir. J. Coppens, BAC 1971, p. 292-293).  

La dictadura clerical llegó sin ambages con Gregorio VII (1073-1085), el monje Hildebrando, autor del “Dictatus Papae”, manifiesto del poder absoluto clerical. En su primer concilio romano, a.1074, logra aprobar un decreto de excomunión a sacerdotes casados. Sólo tres obispos alemanes accedieron a promulgar el Decreto. El clero de Alemania presentó un alegato: “¿Acaso el Papa no conoce la palabra de Dios: ‘El que pueda con esto, que lo haga’ (Mt 19,12)?”. El monje Lamberto, s. XI, cronista de su tiempo, narra la protesta en sus Annales: “Contra este decreto se levantó con violencia todo el grupo de los clérigos afirmando que era él (el papa) herético por cultivar una doctrina absurda. El ha olvidado la palabra del Señor que dice: no todos pueden entenderlo sino sólo aquellos a los que les ha sido concedido. Y el Apóstol: si no saben vivir en continencia, se casen. El papa quiere constreñir a los hombres de manera violenta a vivir como ángeles, negando el camino habitual de la naturaleza; habría dejado libre salida para la fornicación y para la inmundicia. Si él insiste en mantener su idea, estarían más dispuestos a abandonar el sacerdocio que a dejar a la mujer y entonces él habría necesitado conseguir ángeles para dirigir la iglesia de Dios (al rechazar a los hombres). A pesar de todo, Hildebrando permaneció firme en su convencimiento y metió a los obispos en una grave discordia entre ellos, mandándoles a ellos legaciones a propósito, una después de otra. Para hacer que se aplicaran los dictámenes de la iglesia de Roma, mientras que en aquellos que desobedecían recaían graves censuras apostólicas...”.

Hoy recordamos un asesinato, consecuencia de la ley inhumana. Diciembre de 1847.Ladislao Gutiérrez,sacerdote argentino, y la joven Camila O’Gorman, enamorados, desean formar una familia. El 12 de diciembre huyen hacia Brasil para vivir en paz su sueño. El obispo de Buenos Aires, Mariano Medrano, pide: “en cualquier punto que los encuentren a estos miserables, desgraciados infelices, sean aprehendidos y traídos, para que, procediendo en justicia, sean reprendidos por tan enorme y escandaloso procedimiento”. El padre de Camila califica el hecho de “atroz y nunca oído en el país” (La Gaceta Mercantil 9 noviembre 1848). En la ciudad de Goya, un sacerdote conoce a Ladislao y los denuncia a la Fuerzas de Seguridad, que los remiten a Buenos Aires.

Juan Manuel Rosas, gobernador, consulta a juristas, que, de acuerdo con antiguos Fuero Juzgo y las Recopiladas, le indican que puede aplicar la condena de muerte por el sacrilegio anejo a la relación con un sacerdote. El barco de vela no puede llegar a Buenos Aires, y se acoge a la costa de San Pedro. La autoridad portuaria les remite al campamento de Santos Lugares. Informan a Rosas, que ordena al mayor Antonino Reyes, jefe de Santos Lugares, separarles, ponerles grillos, tomarles declaración y remitirla inmediatamente. Al día siguiente, el 18 de agosto de 1848, envía a Reyes la orden de facilitarles los auxilios religiosos y fusilarlos. Encargan al mayor Torcida comunicar estas órdenes a los presos y llevar sacerdotes para que los preparen religiosamente. Al mayor Rubio le encomienda la ejecución. Antes de ir al patíbulo, Gutiérrez preguntó a Reyes si Camila iba a ser fusilada. Tras saber la verdad, entregó a Reyes un papel: “Camila: mueres conmigo: ya que no hemos podido vivir juntos en la tierra, nos uniremos ante Dios. Te abraza – tu Gutiérrez”.

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