“En los dos primeros siglos de la Iglesia no hay `laicos´, porque tampoco hay `clero´” El clero, tal como está constituido y funciona, atenta contra la fraternidad cristiana
Un grupo masculino, célibe, que se autoelige, con poder absoluto y sacralizado, no cuadra con la voluntad de Jesús
| Rufo González
Hay consenso entre los historiadores de la Iglesia: “en los dos primeros siglos de la Iglesia no hay `laicos´, porque tampoco hay `clero´”. La palabra “clero” entonces se aplicaba a todo el Pueblo de Dios en su significación original y etimológica: “porción, suerte, herencia”. Toda la Iglesia es “clero” en este sentido. En el Nuevo Testamento es evidente. Por ejemplo: Pablo, en su conversión, oye que Jesús le envía a los gentiles “para que reciban el perdón de los pecados y `parte en la herencia´ (κλῆρον) entre los que han sido santificados por la fe en mí” (He 26,18). Literalmente: “para que reciban perdón de pecados y herencia (κλῆρον) entre los santificados por la fe en mí”. En la carta a los Colosenses se recuerda que “los santos y fieles hermanos en Cristo” (1,2) viven “dando gracias a Dios Padre, que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz” (Col 1,12: εὐχαριστοῦντες τῷ πατρὶ τῷ ἱκανώσαντι ὑμᾶς εἰς τὴν μερίδα τοῦ κλήρου τῶν ἁγίων ἐν τῷ φωτί). Literalmente: “dando gracias al Padre que os ha capacitado para (ser) `parte del clero´ (τὴν μερίδα τοῦ κλήρου) de los santos en la luz”.
El Pueblo de Dios, “clero de los santos”, “comunidad que Jesús quería”, desaparece como tal sujeto activo comunitario, cuando la Iglesia se identifica con sus servidores principales: obispos, presbíteros y diáconos. Ellos se reservan para sí los títulos y su realidad de “clero” y de “sacerdotes”. Los fieles se definen como negación: los que no son clero. Se les llama “laicos”. Palabra procedente de “λαὸς”: pueblo. Denominación inadecuada, ya que todos los bautizados en Cristo son “λαὸς θεοῦ”: pueblo de Dios.
Durante siglos ha estado ausente el cristiano como miembro activo de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo. Porque los servidores comunitarios habían absorbido toda la misión de la Iglesia. A principios del siglo XX, la máxima autoridad de la Iglesia, san Pío X, reconocía la pasividad propia de los fieles cristianos:
“La iglesia es por esencia una sociedad desigual, es decir, una sociedad que contiene dos categorías de personas, los pastores y el rebaño, los que ocupan un rango en los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles. Y estas categorías son de tal manera distintas entre ellas que sólo en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesaria para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad; en cuanto a la multitud, no le compete más deber que dejarse conducir, y como rebaño dócil, seguir a sus pastores” (encíclica Vehemente, Nos. 1906).
Hoy tenemos conciencia de que “la Iglesia que Jesús quería” no es la formada por clérigos y laicos. No es cierto que “a la multitud, no le compete más deber que dejarse conducir, y como rebaño dócil, seguir a sus pastores”. El Vaticano II ha afianzado la conciencia de que “todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos… Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común” (LG 30).
Más adelante, el mismo documento conciliar lo explicita con más claridad:“El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo (Ef 4,7)” (LG 33).
Luego en la consagración bautismal, reafirmada en la Confirmación, los cristianos “son destinados (“deputantur”: encargados, definidos, considerados, estimados, asignados, clasificados -verbos que pueden traducir la expresión conciliar-) por el Señor mismo” a su misma misión. Cada cristiano –“ordenado” o no- puede escuchar en su corazón: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21).
Todos los bautizados tienen la misma dignidad, el mismo rango o categoría. No puede haber en el Pueblo de Dios dos “clases” de personas. Los “no ordenados ni encargados” de un servicio comunitario no se suman a los “ordenados o encargados” como un bloque enfrentado. Unos y otros, juntos, son el Pueblo de Dios. Todos tienen “por cabeza a Cristo”, comparten “la dignidad y libertad de los hijos de Dios” (en cuyos corazones habita el Espíritu Santo), “tienen por ley el mandato del amor (como Cristo nos amó)”, han sido encargados de “dilatar el reino de Dios” (causa de Jesús) (LG 9).
Jesús no quería tiranía ni opresión: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros” (Mc 10,42s). Lo más sagrado que tiene la Iglesia surge en el bautismo: la fraternidad. Jesús explicita y consagra el consenso más generalizado: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 1º. 10.12.1948). Jesús lo concretó en su época: “No os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor” (Mt 23,8-11)
En la fraternidad se fundamenta la sinodalidad eclesial. “A cualquier discípulo de Cristo le incumbe la tarea (“munus”: obligación, tarea, carga, peso) de extender la fe en su parte. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico…” (LG 17).
Aquí el concilio se aparta del Nuevo Testamento al usar la palabra “sacerdote” en exclusiva para los presbíteros y obispos. En ningún libro del Nuevo Testamento se dice que los Apóstoles ejercieran o fueran “sacerdotes”, con un estatuto separado del resto de sus hermanos. De Pablo sabemos que participaba en la Cena del Señor. Pero nada se dice si la presidía él u otro encargado de la comunidad. El afán de poder de los clérigos los ha llevado a adueñarse de textos dirigidos a los discípulos. Por ejemplo, las palabras de Jesús a los setenta y dos: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies… Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,2.16).
Estas evidencias sobre la Iglesia chocan con la actual división entre clérigos y laicos. El clericalismo sólo se suprime eliminando la clase clerical, masculina, célibe, que se autoelige, detentadora del poder absoluto y sacralizado. La sagrada fraternidad exige otros modos de gobierno eclesial: elecciones de responsables, redición de cuentas, tiempos limitados, respeto a la libertad de todos, preparación adecuada, etc. etc.
rufo.go@hotmail.com