Hay un error claro de base: la naturaleza del sacerdocio no está en la castidad “Los orígenes del celibato clerical” muestran la ignorancia sobre la sexualidad
Hablemos claro sobre la ley del celibato (4)
| Rufo González
El artículo del portal “LifeSiteNews” (Miquel 26.03.23: “Más allá de las palabras. Lo que la Iglesia primitiva enseñó sobre el celibato sacerdotal”) afirma que “examinar los orígenes del celibato clerical en los primeros siglos de la Iglesia resalta la belleza y el significado de la enseñanza de la Iglesia sobre el tema”. Es una verdad a medias. Al examinar “los orígenes del celibato clerical, resalta” también la ignorancia y los errores, el fanatismo y la tiranía de la Iglesia, en sus figuras más señeras, en sus dirigentes más encumbrados. Veámoslo.
El artículo cita en primer lugar a San Juan Crisóstomo(344?-407) que escribió: “El sacerdote debe ser tan puro que, si fuera levantado y colocado en los cielos mismos, podría tomar un lugar en medio de los Ángeles”. “De ahí surgió la práctica de la convivencia del clérigo ya casado y su esposa, viviendo ambos como hermano y hermana, desprovistos de toda actividad nupcial. Sin embargo, al sacerdote no se le permitió despedir a su esposa, sino que, si ella así aceptaba un futuro de continencia, entonces permanecerían casados continentemente. La Iglesia garantizó la protección de los derechos de ambas partes en este arreglo y, por lo tanto, `la ordenación no podía llevarse a cabo sin el consentimiento [de su esposa]´ para evitar cualquier abuso”.
Hay un error claro de base: la naturaleza, y por tanto la dignidad, del sacerdocio no está en la castidad. Todo ser humano está llamado a cultivar la castidad, virtud que participa de la virtud cardinal de la templanza. La castidad pretende instaurar racionalidad y auto control de su apetito, tendencia o pulsión sexual. Sacerdocio y castidad no tienen vínculo ni por sacerdocio ni por castidad. No pudo surgir “de ahí la práctica de la convivencia del clérigo ya casado y su esposa...”. Esa práctica tiene otras razones.
Es lo que calla el autor del artículo que comento. San Juan Crisóstomo en su tratado “De Virginitate” sostiene que los que practican la continencia consiguen entrar de nuevo en el estado primigenio, antes del pecado de Adán. Se asemejan a los ángeles, que “ni casan ni se casan”. La sexualidad, piensa, llegó en el mundo por el pecado de Adán, del que su responsable fue su mujer, Eva. Por eso perdieron su incorruptibilidad e inmortalidad. Los castigó Dios insertando en la naturaleza humana el deseo carnal y condenando a la mujer a partos penosos y a servir al marido. “A esta incorruptibilidad adánica de los primeros tiempos sólo se puede volver mediante la continencia y la virginidad” (De virg. XI-XIV).
Juan Crisóstomo también escribió un tratado “sobre el matrimonio”, en el que exhorta a las viudas a no casarse por segunda vez, pues, “lo mismo que los muebles o las cosas usadas, serán objeto de desprecio y, además, el marido siempre sospechará que le va a traicionar como ha traicionado al primero” (V 355-60 y VI 372-3761). Piensa que la viuda que quiere casarse otra vez, “o bien debe de sufrir amnesia o estar deseosa de glorias mundanas o poseída por una terrible pasión sexual”. Aconseja que en vez de casarse otra vez y dejar los bienes del primer marido en manos de otro hombre con el riesgo de que los dilapiden, se consagren a Dios y confíen al cielo (es decir, a la iglesia) su fortuna, pues así se le multiplicará (V 307-9).
Juan Crisóstomo orienta el matrimonio desde la economía. Dice que “cuando un hombre se casa siempre anda corto de dinero por los gastos que le origina su mujer, lo que le obliga a entrar en dudosos negocios, a ejercitar la violencia e incluso la hipocresía” (De virg. XLIV,2). Aunque mujer y marido sean ricos siempre tendrán problemas y tribulaciones sin cuento. Padece obsesión por evitar el matrimonio de todas las maneras: “Pues si la mujer es rica, con frecuencia quiere llevar las riendas del hogar (id. LIV). Si el adinerado es el marido, suele ocurrir que cuando él vuelve de sus juergas y francachelas, o cuando trae mujeres a casa, su mujer, en vez de recibirle con una sonrisa, le pone malas caras, e incluso cuando la fortuna de los que se casan es pareja y aunque lo suyo es que la mujer obedezca, se corre el riesgo de que la igualdad de la hacienda, persuada a la mujer a igualarse a su marido” (id.LV). Siempre recurre a su prejuicio teológico falso: sólo la continencia hace que el hombre gane más fácilmente la salvación cristiana.
Así justifica la vida de una joven y rica viuda: Olimpíada u Olimpia, diaconisa (361-408), a la que San Gregorio Nacianceno llama «la gloria de las viudas en la Iglesia oriental». Era de familia bizantina, rica y noble. Con veinte años contrajo matrimonio con Nebridio, que había sido prefecto o gobernador de Constantinopla, quedando viuda unos veinte meses después. Imbuida de las ideas de la Iglesia sobre el matrimonio, rechazó todos los pretendientes que le surgieron. Entre ellos, por cierto, un español, llamado Elpidio, noble de la corte española y primo del emperador Teodosio. Al interesarse el emperador por su pariente, le hizo llegar su decisión de no volver a casarse, contestando: «Si Dios hubiese querido que siguiese yo casada, no se habría llevado a Nebridio» (“Si mi Rey quisiera que viviera con un hombre, no me hubiera llevado al primero”). Por eso el emperador puso su fortuna a cargo del prefecto, designándole tutor de Olimpia hasta que cumpliese los treinta años.
San Juan Crisóstomo la hizo diaconisa de la Iglesia a la edad de treinta años, por su gran competencia y dedicación, pues la edad para ser ordenadas de diaconisa las viudas era de sesenta años. Donó a la iglesia de Constantinopla “10.000 libras de oro y 100.000 de plata, propiedades de Tracia, de Asia Menor y de Bitinia, inmuebles en Constantinopla, casas con termas, horno de pan e incluso tribunal”. Incluso cede a la iglesia “la annona publica” (ayuda estatal para ayudar a los pobres), a la que ella tenía derecho por ser senadora del Imperio. Fundó un monasterio en Constantinopla para unas 250 vírgenes y viudas. Y, por supuesto, se encargó de atender a Juan Crisóstomo en sus necesidades materiales, hasta en el exilio. Se cuenta que “antes de partir al destierro el año 404, fue a despedirse de ella; fue necesario arrancar por la fuerza a Olimpia de los pies del santo para que le dejase partir” (Vida de Olimpiada 5, 17-33).
En el siglo III, con el Crisóstomo y otros como Tertuliano, san Jerónimo, san Agustín..., se quebró la reflexión sobre el matrimonio que en el s. II propició san Clemente de Alejandría (150-215), director de la escuela catequética de Alejandría (Egipto), Padre de la Iglesia griega. Desde la racionalidad (filosofía moral inspirada en el estoicismo) y la ley natural, valoró como santa la relación matrimonial, a pesar que acentuó la procreación como única finalidad conyugal. Los esposos colaboran con Dios creador (cf. Stromata, III, 66, 3). La unión conyugal no es fruto del pecado original. Es voluntad de Dios. Procrear es actividad santa: “de la misma manera que lo que nace de la carne es carne, también lo que nace del Espíritu es espíritu, y no sólo en el parto, sino también en la adquisición del saber. Así también los hijos son santos y también las satisfacciones, puesto que las palabras del Señor han desposado el alma con Dios” (Stromata, III, 84, 3). “¿Y quienes son los dos o tres que se reúnen en el nombre de Cristo y que en medio de ellos se encuentra el Señor? ¿No alude quizás con esos “tres” al marido, a la mujer y al hijo, cuando la mujer se une al marido por querer de Dios?” (Stromata, III, 68, 1).