"La vulnerabilidad del otro, descubierta, respetada, acogida, es lugar de una presencia misteriosa de lo divino" Reflexión dolorida (ojalá que también esperanzada) ante los abusos de la Iglesia
La víctima es sólo o sobre todo una persona vulnerable y herida que hay que ayudar, "reparar" con compasión. Y no alguien visto con desconfianza o, incluso, alguien de quien defenderse y protegerse
Una de ellas es que el abuso del hombre-iglesia en particular nunca es sólo un problema psicológico, sino que es siempre un problema más amplio
El objetivo de estas líneas es tratar de abordar una interpretación sobre la ‘reparación’ y referida, por ejemplo, a las heridas de las víctimas de los abusos perpetrados dentro de la Iglesia y a manos de sus representantes. La mía es una primera reflexión susceptible de muchos e importantes matices que yo no puedo abordar dado el espacio del que dispongo.
Yo creo que una reflexión primera ha de ser el reconocimiento y respeto de la dignidad de la víctima de abuso para que, por ejemplo, no siga siendo víctima, sufriendo violencia destructiva, una vez física, ahora de otro tipo, pero siempre abuso, violencia…, de la intensidad que sea; y no sólo de un agresor concreto en el pasado, sino también de otros, de quienes hoy deben ayudarla a salir del abismo al que la ha arrojado ese desafortunado gesto; y no sólo con acciones descaradamente ofensivas en el pasado, sino con la omisión de gestos eficaces, positivos y reconstructivos en el presente.
La víctima es sólo o sobre todo una persona vulnerable y herida que hay que ayudar, "reparar" con compasión. Y no alguien visto con desconfianza o, incluso, alguien de quien defenderse y protegerse. La percepción de la dignidad de la víctima ligada precisamente a su drama, que la reconoce como cátedra o magisterio singular, el "magisterio de las víctimas", aún no ha entrado plenamente en nuestra cultura social y eclesial.
Cuando estalló el escándalo de los abusos, pensamos inmediatamente en un problema psicológico, vinculado a una grave laguna de formación o incluso a un trastorno previo de la personalidad, generalmente en el ámbito afectivo-sexual, con implicaciones de otro tipo. Pronto nos dimos cuenta de lo trivial y reductora que era esta lectura. Por varias razones.
Una de ellas es que el abuso del hombre-iglesia en particular nunca es sólo un problema psicológico, sino que es siempre un problema más amplio, que implica diversas esferas de su personalidad, incluso la espiritual, o incluso la teológica, ya que implica una determinada imagen de Dios.
Si en el origen del maltrato hay siempre una angustia de poder (que surge a su vez -y singularmente- del sentimiento de la propia impotencia), es posible, o no tan extraño, que la imagen de Dios del futuro maltratador esté ligada a esa angustia (un Dios grande en poder), y que sueñe entonces -como su eventual ministro- con una relación particular con él, en la que le sea dado compartir el mismo poder divino. ¿No es acaso su representante? ¿Y no se llama el poder del sacerdote un "poder sagrado"?
Y el abuso, en este punto, está servido o ya está en marcha: abuso de una determinada idea de Dios, o de Dios mismo, de la propia vocación y modo de pensar y relacionarse, y luego abuso como estilo -clerical- y cada vez con más gestos correspondientes, pero con un foco: el de buscar a la víctima entre los menos capaces de oponerse al delirio omnipotente y despótico, como el menor o la persona que por diversas razones es vulnerable.
De hecho, quienes abusan de otros demuestran que han perdido la auténtica percepción de la vulnerabilidad en sí misma como una dimensión humana normal, marcada por límites. También la vulnerabilidad es un espacio de misterio que se abre a las relaciones, donde cada uno es y se descubre necesitado del otro, y donde por tanto se recompone otra polaridad misteriosa, entre el yo y el tú, como tierra de encuentro e intercambio.
La vulnerabilidad del otro, descubierta, respetada, acogida, es lugar de una presencia misteriosa de lo divino. Frente al cual detenerse y quitarse las sandalias, como si fuera tierra sagrada. Especialmente, o más si cabe incluso, cuando el otro no es consciente de ello.
Pero hay más, y aún más sorprendente. La vulnerabilidad no es sólo la figura de una deficiencia humana, una condición obligatoria o una predisposición universal de la criatura, sino incluso una condición divina, al menos del Dios de los cristianos, que es exactamente lo contrario de la imagen tradicional-clásica de la omnipotencia divina, que quizá nos resulta más natural, pero que se presta a una interpretación engañosa por parte del abusador.
Si los abusos se leen desde el punto de vista de las víctimas, o a la luz de su "magisterio", nos presentan un rostro completamente distinto del Eterno: ¡un Dios vulnerable! Y no sólo por esa singular identificación entre Dios y el que sufre, repetidamente señalada por el propio Jesús, sino también porque
1.- Dios es vulnerable por amor, porque quien ama es débil o se pone en situación de debilidad; si ama de verdad, de hecho, deja libre al amado, no se impone a sí mismo ni le impone su propia benevolencia como un sutil chantaje, sino que se expone a su posible rechazo.
2.- Dios es vulnerable porque siempre por amor elige cargar sobre sus hombros todas nuestras vulnerabilidades, llevándolas consigo a la cruz, en lo que es la más... poderosa y misteriosa teofanía de la omni-potencia del Dios de Jesucristo.
3.- Dios es vulnerable no sólo porque se expone a la libre respuesta del ser humano, sino porque siempre y en todo caso ha estado en su búsqueda, ese Dios "inquieto" -parafraseando a Agustín- hasta que se posa en el corazón del hombre...
La ‘reparación’ de lo que ya no es reparable es una indicación valiosa y necesaria. En primer lugar en clave preventiva. El maltrato es ante todo maltrato relacional o, en nuestros términos, es desconocimiento del misterio sagrado del tú y falta de respeto a su vulnerabilidad.
Recuperar el sentido del misterio sagrado es el antídoto más eficaz contra cualquier tipo de abuso, a poner en práctica con todos y en todas las relaciones, y no sólo para evitar el abuso sino para fomentar un estilo relacional que capte y promueva la dignidad radical de todo ser humano.
Y si se trata de una dignidad radical, inscrita en las raíces, nunca podrá ser totalmente borrada.
Sí, hablo de reparar lo irreparable porque constato con realismo que tras un abuso algo está roto en la víctima, quizá para siempre. En aras de una Iglesia no solamente creyente sino también creíble en este tema es necesaria una reflexión muy seria sobre:
1.- La com-pasión hacia las víctimas. No cualquier compasión, sino la verdadera libertad de "sufrir por y con" la propia víctima. ¡Cuántos en la Iglesia han sufrido más por quedar mal ante la sociedad que por el dolor y la desesperación causados en personas ya de por sí débiles!
2.- El respeto y la transparencia. La víctima tiene un sexto sentido para captar la verdad interior de quienes quieren ayudarla. Distingue a los que están realmente interesados en ella y en su libertad/dignidad de los que no la respetan en su cansancio y su memoria herida. Vuelve a sentirse maltratada por quienes pretenden imponerse en su vida con autoridad farisaica o indiferencia apática.
3.- La conciencia de la gravedad de la ofensa y del daño infligido. Este criterio indica el nivel de conciencia/sensibilidad evangélica y moral de la Iglesia. Si es cierto que la inmensa mayoría de los sacerdotes maltratadores nunca han pedido perdón a nadie, ¡este criterio revela también lo pobre que ha sido y es en ellos la experiencia de su propia vulnerabilidad!
4.- El reconocimiento de la propia responsabilidad. El escándalo de unos pocos es consecuencia de la mediocridad de muchos, o de todos. Así lo dice la lectura sistémica, por lo que el abordaje del drama de los abusos sólo es reconstructivo/reparador si hay un sentido general de responsabilidad, en cada miembro de la comunidad eclesial, y todos intervienen de alguna manera. ¡Romper, por ejemplo, la cultura de la mediocridad (que ya es un escándalo y lleva a encubrir escándalos)! La Iglesia no saldrá de esta mala y triste historia sin el valor de ser fieles al Evangelio.
También en este triste capítulo de la Iglesia no se trata solamente de ser creyentes sino de ser creíbles. El problema que la Iglesia, ante la increencia y la indiferencia religiosa del mundo moderno, debe plantearse con mayor agudeza es el de su credibilidad. En efecto, no se puede ignorar el hecho de que muchas personas hoy no creen o se alejan de Dios, volviéndose religiosamente indiferentes, a causa del contra-testimonio que los cristianos, pero sobre todo los llamados hombres de Iglesia, sacerdotes y religiosos, dan al Evangelio que anuncian.
Seguramente no nos hemos de quedar ahí para discutir lo falso y exagerado que hay en ciertas acusaciones y generalizaciones. Tampoco a lo mejor habrá que preguntarse si las acusaciones vertidas contra la Iglesia no son más que una coartada o un pretexto para justificar ante la propia conciencia el mal que se hace o el bien que no se quiere hacer. Bastaría, quizá, contentarnos con el hecho de que, con razón o sin ella, un incoherente, es decir, in-auténtico y no creíble de vivir la fe, es hoy para muchos un escollo, un escándalo (en el sentido literal de esta palabra). Esto impone a la Iglesia un serio examen de conciencia.
En la economía divina, la Iglesia es sacramento de salvación, es decir, signo e instrumento de la acción redentora y salvadora de Cristo y de su presencia entre los hombres. La Iglesia no sólo predica, sino que manifiesta a Cristo, lo hace visible y presente entre los hombres en su palabra y en sus sacramentos. Debe ser, por tanto, un signo no oscuro ni difícil de descifrar -¿seguiría siendo entonces un signo? - sino claro y transparente. Ante todo, debe ser un signo creíble, que dé inequívocamente a las personas de nuestro tiempo el testimonio evangélico de sinceridad para entonar con corazón contrito el mea culpa y reparar lo irreparable del abuso de autoridad y de poder bajo la forma que sea (de conciencia, de sexualidad,...).
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