Comentario a la lectura evangélica (Juan 6, 41-51) del XIXº Domingo del Tiempo Ordinario "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo"
Juan nos hace reflexionar sobre cómo el poder de la vida es incluso más fuerte que la muerte… Es el amor el que vence
En estos domingos de agosto continúa la lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan: el discurso, o más bien la polémica sobre el pan del cielo, que sigue a la multiplicación de los panes terrenales
Y llegamos acompañados, como los domingos anteriores, por un tema musical del AT. Esta vez se trata de un pasaje que tiene al profeta Elías como protagonista
Y llegamos acompañados, como los domingos anteriores, por un tema musical del AT. Esta vez se trata de un pasaje que tiene al profeta Elías como protagonista
En el pasaje del Evangelio de Juan, difundido por la liturgia durante cuatro domingos, una palabra clave es sin duda "vida". Partiendo de la metáfora del pan vivo, el evangelista comunica que en Jesús la vida no termina.
Es sorprendente que una invitación tan hermosa a la vida nos llegue de un hombre a punto de abandonarla. Si a veces parecemos percibir - a nuestro alrededor - una desaparición propia de la muerte en cualquiera de sus formas, Juan nos hace reflexionar sobre cómo el poder de la vida es incluso más fuerte. Sin eludir la muerte, y el mensaje de que es el amor el que vence a la muerte -“el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”-, el Evangelio subraya la fuerza de la Vida. Después de la Fiesta de la Transfiguración de Jesús que celebramos el pasado 6 de agosto, este Evangelio sobre “el pan de vida” nos acerca a su modo a pensar cómo seremos un día, una carne transfigurada en vida. Ese final de eternidad transfigurada se anticipa en el banquete de la vida.
En estos domingos de agosto continúa la lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan: el discurso, o más bien la polémica sobre el pan del cielo, que sigue a la multiplicación de los panes terrenales. Y llegamos acompañados, como los domingos anteriores, por un tema musical del AT. Esta vez se trata de un pasaje que tiene al profeta Elías como protagonista.
Nos encontramos con el profeta en un momento de desánimo: "¡Ya basta, Señor! Quítame la vida, porque no soy mejor que mis padres". Ser mejor que los padres, lo que significa entonces ser mejor que los compañeros. ¿A qué se refiere el profeta? ¿Algún episodio en particular que haya sucedido anteriormente? ¿O, simplemente, a haber sido elegido profeta? Sin embargo, tras una inspección más cercana y profunda, esta frase, tarde o temprano, emerge en el pensamiento de todos.
Creemos que podemos ser mejores que los demás, simplemente mejores, más fuertes. Pero no, tarde o temprano tendrás que lidiar con tus propios límites, tu propia fragilidad, tus fracasos. Al menos dos citas me vienen a la mente a este respecto. El dulcísimo Salmo 131 nos hace repetir: Señor, no se enorgullece mi corazón ni mis ojos miran hacia arriba; no busco grandes cosas ni maravillas superiores a mí mismo. San Pablo se hace eco de ello en la Carta a los Romanos: Yo os digo a cada uno de vosotros: no os valoréis más de lo que conviene, sino evaluaos sabia y justamente, cada uno según la medida de fe que Dios le ha dado. Es fácil leer estas cosas en las Escrituras, pero, tarde o temprano, en el amargo momento del fracaso, acabamos queriendo tirar la toalla, más o menos como parece querer hacer Elías. Todos hemos tenido pruebas de ello. Incluso en las competiciones deportivas: ¡qué difícil es quedar segundo! Incluso la historia individual contiene huellas de días difíciles, en los que uno revisa su vida, con balances que nunca son cuadrados o redondos.
Llega un pan del cielo con una jarra de agua, pero el profeta no se levanta. Sólo la insistencia del ángel logra conmover a Elías: el viaje es demasiado largo para ti. Palabras simples: una conciencia y una implicación, hay que seguir caminando.
Pero ¿dónde se encuentra, Señor, la fuerza para afrontar el camino de los días? ¿Cómo afrontar una nueva mañana si el día anterior hubo una caída, quizás incluso desastrosa? Aquí el asunto se complica.
El enfoque del joven es (o debería ser) el de alguien que ve una energía ilimitada y posibilidades infinitas ante él; el entusiasmo va de la mano de la imprudencia, que a veces roza la bravuconería. Somos nosotros, los adultos, los que empezamos a acumular experiencias, a elaborar presupuestos, a contar los días, a comparar nuestras fuerzas con nuestras empresas. Pero, si lo pensamos bien, incluso un solo día puede ser un viaje demasiado largo, si ahora nuestras fuerzas están agotadas, como les ocurre a muchos de nuestros ancianos.
Necesitamos apoyo. El pan ofrecido por el ángel es evidentemente figura del Pan Eucarístico, el que nos sostiene durante toda la peregrinación en este valle de lágrimas, hasta la mesa del cielo. Un signo elegido no por casualidad, pero elocuente respecto de nuestro ser criaturas: así como la comida en la mesa es un apoyo indispensable, así también lo es la Eucaristía. Y ese no será el único apoyo que necesitaremos: necesitaremos la compañía de hermanos, abrazos, buenas palabras, la Palabra.
Si la sentencia de Elías podría habernos parecido el resultado de un doloroso discurso interno, en el Evangelio el soliloquio se convierte en murmuración. De alguna manera hay una regresión: no hay interlocutor, no hay diálogo, pensamos en voz alta, buscando exclusivamente a quienes están en la misma onda. Las barreras del cerco mental están puestos (sabemos "quién es Jesús"), por lo que parece que no hay huecos para acoger una nueva palabra.
Finalmente, en el pasaje evangélico encontramos también expresiones por parte de Jesús que pueden parecer perentorias: Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo. Si alguno come de este pan vivirá para siempre. Forman parte del repertorio de frases que, por su carácter claro, estaríamos tentados a eliminar de la conversación cotidiana y del discurso pastoral. Si realmente es imprescindible alimentarse de Ti, ¿qué pasará con aquellos, y hay muchos, que no lo hacen? Tienen rostros queridos: el de hermano, el de hijo, el de amigo. ¿Será posible que para ellos, seres humanos como nosotros, con vicios y virtudes, ausentes de su mesa, las puertas de tu casa y de tu mesa permanezcan cerradas?
Ante sentencias como estas, que no son pocas, una posibilidad es la censura, dejarlas de lado esperando los momentos oportunos. Una alternativa, si no se cuentan con las herramientas culturales adecuadas, es buscar una explicación que sea lo más inclusiva y políticamente correcta posible. Entonces el misterio permanece. Nadie puede venir a mí a menos que el Padre lo atraiga. El que ha escuchado al Padre y ha aprendido de él, viene a mí.
El destino de Jesús, y de los cristianos, es hacerse pan. Pero, incluso antes, así como Jesús es la Palabra eterna del Padre, también los cristianos pueden hacer eco de la palabra que han escuchado, un eco tan suave como el susurro de una ligera brisa escuchada por Elías en Horeb. Este podría ser el camino para llegar junto a Cristo y ese gran misterio que será el Reino. Exactamente lo opuesto a las murmuraciones aburridas e inconclusas. Porque sin Pan no podemos vivir.