Hablemos del dolor I (Las reflexiones)

Me preguntaron: ¿Cómo te explicas tú el dolor? Y no pude evadirme sin hilar una respuesta. Después me puse a exprimir mis palabras por si a alguien pudieran ayudar.

Lo primero que habría que advertir es que el problema del dolor es el mismo que el problema del mal. El dolor es un mal en sí mismo y el mal causa dolor. A veces, el mal trae placer inmediato pero, a medio o largo plazo, surge el dolor propio o ajeno. Cada cual podría encontrar ejemplos concretos en su vida. El dolor y el mal son pues el anverso y reverso de la misma moneda.

Por eso la autoagresión es irracional e inmoral por mucha tapadera de penitencia con que se haya sublimado. Las "santas aberraciones" de nuestra historia eclesial son desviaciones a purificar y no a imitar, aún reconociendo la buena intención. Mucho menos a exhibir como ejemplo o prueba de santidad. Una cosa es caminar con constancia -a veces heroica- y otra muy distinta ponerse piedrecillas dentro de los zapatos. Si además se hace con intención de "reparar" los pecados, entonces se convierte en una idolatría. Sólo un "dios sádico" aceptaría el sacrificio y dolor humanos como voluntario agasajo. Entre los cristianos no cabe más "reparación" que hacer el bien ("vencer el mal con el bien" - Rom 12,21). La penitencia auténtica es la "rectificación" de nuestros malos actos y la "rehabilitación" de nuestros malos hábitos.

Pero volvamos al dolor. En una elevadísima proporción el dolor es "dolor evitable". Está causado por la libertad del hombre, su origen está en nuestras libres decisiones.

Somos nosotros mismos quienes cultivamos una insólita variedad de dolores físicos. Es el caso, por ejemplo, del fumador que sufre el zarpazo del tabaco o del bebedor al que tumba una cirrosis. O el de quien desemboca en una osteoporosis por falta de ejercicio. O el aplaudido abanico de los horribles e injustificables traumas de los llamados "deportes de riesgo". ¡Cuántos dolores evitables nos pueden contar los médicos! Bastaría un poco de inteligencia y voluntad a la hora de usar nuestra libertad para minorarlos o desterrarlos.

También cultivamos muchos dolores interiores. Las depresiones, complejos, aversiones, ansiedades, soledades, obsesiones, ambiciones, culpabilidades, etc. suelen ser fruto de nuestros desórdenes o de nuestro olvido de la interioridad. Vivimos hacia fuera, nos importa sólo el disfrute inmediato e irreflexivo. No pensamos en las consecuencias de nuestros actos o nuestras costumbres. ¡Cuántos dolores evitables nos podrían contar los sicólogos, los siquiatras, los confesores o, simplemente, los confidentes de tantas personas doloridas! Bastaría poner los medios para limpiar nuestra interioridad lo mismo que nos lavamos el cuerpo o nos cepillamos los dientes.

Nos engañamos, nos abandonamos, nos arrastramos por la vida y, en consecuencia, sufrimos. La ansiada felicidad sólo se consigue extrayendo los tesoros de nuestra mina interior. En el carnet personal, junto a la fecha de nacimiento, debería advertirse: "Los años no maduran, son sólo el camino. Lo que madura es caminar por los años". Y caminar supone tener metas, tomar decisiones sabias y movilizar energías. Caminar requiere inteligencia y esfuerzo, algo para lo que el ser humano está específicamente dotado. Claudicar, arrastrarse como un gusano o esconder la cabeza como un avestruz, nos degrada a una vida inferior llena de decepciones y dolor.

Las decisiones personales nos acercan o nos alejan del dolor permanentemente. Tuve un médico que insistía en que no existe el estado de salud (concepto estático) sino el camino hacia la salud (concepto dinámico). Solía dibujar una línea horizontal mientras explicaba: "Mira, en este extremo está la enfermedad y en este otro la salud. Nunca estamos parados, siempre nos movemos hacia la enfermedad o hacia la salud. Todas nuestras decisiones nos acercan a uno u otro extremo de esta raya. Por eso nuestras decisiones no son indiferentes. La libertad personal es el vehículo que nos acerca al bienestar o al dolor". Hay, pues, mucho dolor evitable que es consecuencia de nuestras decisiones.

Pero también las decisiones de los otros nos alcanzan. No somos criaturas aisladas, procedemos de unos padres y nos desarrollamos en grupos. Es imposible sustraerse a la influencia, benéfica o maléfica, de los otros, sobre todo de los más cercanos. Pueden alcanzarnos simplemente "por contagio", porque imitamos lo que vemos. El entorno humano (familia, escuela, amigos, etc.) y el entorno material (ciudad o pueblo, abundancia o escasez, geografía, clima, etc.) condicionan nuestra libertad personal y, por tanto, nuestra capacidad para alejarnos del dolor.

Hay una frase terrible que resume esta influencia: "Herimos con lo mismo que nos han herido". Si no cortamos esta fatídica cadena, nos convertimos en sembradores de dolor. Estas influencias nefastas suelen ser más o menos involuntarias e inconscientes.

Pero hay también quienes conscientemente nos imponen sus perniciosas decisiones, derriban nuestra libertad y nos clavan el aguijón del dolor. Es el caso del crimen, violación, robo, engaño, abusos, daños, imprudencias, maledicencias, etc. Quizás con esta óptica del dolor puedan entenderse mejor las llamadas "leyes de Dios" o "normas morales". Es evidente que son diques de contención del mal y por tanto del dolor.

El dolor causado por otros es más cruel, más perverso, menos evitable. Aunque nuestra libertad elija el bien y el orden, otros pueden imponernos el veneno del mal. Pueden ser dolores físicos, infligidos por una violencia más o menos feroz. Pueden ser dolores sicológicos, sutiles a veces, de múltiple pelaje. Son incontables los métodos que el hombre ha inventado para agredir y someter al hombre.

No menos crueles son los dolores de omisión, causados por tantísimos olvidos y dejaciones, por tanta responsabilidad despreciada. Citaré sólo dos dramáticos y actuales ejemplos: los accidentes de tráfico y la paternidad irresponsable -dentro y fuera del matrimonio- tanto en la concepción como en la educación de los hijos.

Desde esta breve panorámica puede vislumbrarse que muchísimos dolores podrían evitarse si suprimiéramos las agresiones propias y ajenas. Quizás desde aquí pueda intuirse por qué el Evangelio (mapa de la felicidad) dibuja las autopistas de la paz (no violencia) y el amor (admiración y donación al otro). Quizás pueda también entreverse por qué se introduce en ese mapa -por primera vez en la Historia- el perdón (cortafuegos de la violencia y diluyente del dolor recibido).



En esa generación del dolor (y del mal) también influye la limitación humana. No somos perfectos y nuestra imperfección tiene efectos: genera dolor propio y ajeno. Hay cosas que hacemos mal, aunque nuestra libertad esté decidida a hacerlas bien. Es la triste realidad de nuestra fragilidad humana que describe Pablo: "No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (Rom 7,19).

Sin embargo, aunque nuestra limitación humana haga imposible la erradicación total del mal y el dolor, estoy convencido de que las opciones de la libertad podrían disminuirlo hasta límites insospechados. Nuestra imperfecta naturaleza está muy bien arropada por una inteligencia y una voluntad que asisten a la libertad y convierten al ser humano en una criatura progresiva, perfectible, llamada a la plenitud. El mal (dolor) podría ser mínimo, es decir, evitable en gran medida.

Menos comprensible es el dolor inevitable. Me refiero al dolor causado por las leyes de la naturaleza, por la imprevisible coincidencia de unos genes enfermizos o por una fatídica casualidad. En esos casos el misterio desborda mis limitados razonamientos, mi libertad es inútil. Sólo cabe reconocer la pequeñez del ser humano, incapaz de verlo todo y comprenderlo todo. Sólo puedo acudir a mis intuiciones profundas y a mis experiencias para encontrar un punto de apoyo. De ello seguiré hablando.

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