Nuestra existencia está sostenida por dos pilares: La revelación divina o la propia llamada y nuestra respuesta a la misma, que es la fe. Cada persona debe responder a su vocación. En palabras de Olegario González de Cardedal, “una vez que el hombre ha acogido esa llamada de Dios, interiorizándola y dándole respuesta, surge una compenetración con ella que engendra una experiencia totalizadora, iluminadora y transformadora de la vida, en la que Dios le aparece al hombre como más interior a sí que él mismo, como siendo su más profundo centro” (Cristianismo y mística, Editorial Trotta, Madrid 2015, 40). Si se acentúa el profetismo hasta el extremo llegamos a comprender a Dios como antagonista del ser humano, como un mero súbdito. Y si acentuamos la mística hasta el extremo llegamos a comprender a Dios como meramente inmanente, como un elemento, parte o forma del ser humano y a concebir la vida cristiana como unión, fusión e identificación de la criatura con el creador, con la consiguiente desaparición de ambos. “Profetismo y mística son hermanos gemelos, no adversarios naturales” (o. c., 41). En este sentido Bergson hace notar que una característica de los grandes místicos es su actividad y capacidad creadora, como podemos ver en Teresa de Jesús, mujer de oración, escritora y fundadora que tuvo una influencia máxima en la España del siglo XVI (Cf. H. Gouhier, Bergson et le Christ des Évangiles, París 1961).