La verdad religiosa no habita fuera del ser humano, sino dentro de su propia alma. En los arquetipos del inconsciente humano, generados a lo largo de millones de años a partir de situaciones vitales, se encuentran todas las imágenes de salvación a modo de estructuras psíquicas que esperan ser reactivadas. Detrás de la diversidad cultural y de la aparente divergencia en la expresión religiosa existe una analogía psíquica, una afinidad de estructuras básicas que se hacen patentes en la analogía de las imágenes, sueños, mitos, etc. Toda persona lleva en su ser eternas imágenes de salvación, a modo de arquetipos en su alma. Pero éstas jamás pueden sustituir el encuentro con el Tú absoluto de Dios, ya que son los arquetipos los que conducen al ser humano hacia tal encuentro. Además, la psicología profunda siempre ha constatado la necesidad de un tú de confianza para rescatar al ser humano de su estado de angustia y ensimismamiento. Ese Tu es Cristo, que ha conocido la angustia de la muerte y la ha superado con la resurrección, abriéndonos un camino de salvación eterna1.
La fe es una ayuda para la vida. Pero no precisamente porque ofrece al ser humano una autocompensación psicológica, sino que, gracias al encuentro personal con Dios, en Cristo, que no se produce por necesidad sino por gracia, y al que debemos mantenernos fieles para experimentar su fuerza vital, logramos nuestra plena realización como personas. Si, por el contrario, el ser humano no alcanza la integración personal, entonces no puede hacer frente ni a su propia angustia vital ni a los efectos destructivos de la misma como la violencia, la irresponsabilidad respecto a la ecología o la arrogancia tecnológica.
La fe cristiana es ayuda para la vida precisamente porque hace que nos encontremos con el amor singular, históricamente concreto, de Dios. La fe cristiana es una respuesta gratuita a las tensiones fundamentales de la existencia humana. Esta repuesta no es sólo una profundización en la propia existencia humana, sino que también es una respuesta, un sí, al encuentro concreto con Dios que se hace histórico.
El primer sufrimiento del ser humano es la angustia y los estados que la acompañan. La causa parece ser el temor a la aniquilación del yo. Los psicoterapeutas se aplican a superar la angustia con sus terapias. Pero no se va a la causa de nuestro sufrimiento esencial, que es la ignorancia de lo que somos en nuestra naturaleza primordial para lograr llegar a la paz interior. Se trata de acceder a lo numinoso2, es decir, hacer presente en la persona un sentimiento, una vivencia, una impresión específica producida por el objeto religioso, es decir por el misterio. Esta es la auténtica terapia: reconocer, aunque solo fuese por un instante, que la persona es alguien distinta del Yo/Empírico con la que se identifica hasta este momento. Así se expresa C. G. Jung: “Lo que sobre todo me interesa en mi trabajo no es el tratar la neurosis, sino acercarme a lo numinoso. Y no es menos cierto que el acceder a lo numinoso es la única y verdadera terapia”3. En una palabra, se trata de tener conciencia de nuestra realidad más profunda, la presencia divina en nosotros, que nos la ocultaba nuestro propio Yo.
Pero el ser humano, dominado por su sentimiento de angustia, relacionado básicamente con la pérdida del propio Yo-Empírico, se ve indefenso y sometido a las fuerzas del inconsciente. Solo puede salir de esta situación gracias a una persona absoluta, que no forma parte del psiquismo humano. Así, para entrar en contacto con la divinidad se requiere ir más allá, adentrándose en el mar desconocido del inconsciente hasta llegar a la otra orilla donde nos espera Dios. De ahí la importancia de “hacer silencio”. La persona humana por sí misma no consigue ni la revelación ni la salvación. Necesita un absoluto, una Persona, Jesucristo, que suscite en ella la necesaria atmósfera de confianza, que haga desaparecer la angustia, condición indispensable para que puedan aparecer en el primer plano de la conciencia las imágenes salvadoras que llevamos dentro. Todos nosotros estamos llamados a descubrir nuestro ser esencial que se hace presente en ciertas experiencias. Nuestro ser esencial es una realidad que no puede ser capturada con las redes del pensar. Es un conocimiento que no necesita del pensar. La vida espiritual tiene como substrato nuestro ser de naturaleza, nuestra “verdadera naturaleza”, la de “hijo de Dios” en Cristo que puede llamar a Dios “Padre”.
1 Cf. DREWERMANN, Eugen, Método histórico-crítico, psicología y revelación, “Una aproximación a E.D.”, por BOADA, Josep, Selecciones de Teología Nº 53 (1990), 5-3
2 Término extraído del libro de Rudolf OTTO, Lo santo, Alianza Editorial, Madrid 1996.
3 JUNG, Carl Gustav, Correspondance: 1941-1949, Albin Michel, París 1993, 114.
El ser humano necesita del diálogo para alcanzar un humanismo pleno. Pero es en el diálogo interior donde se abren las cuestiones últimas de la existencia. ¿Cómo entrar en nuestra esencia mística? Haciendo silencio interior para poder escuchar la voz de Dios que se manifiesta a través de los acontecimientos. En este libro se presentan 150 perlas escogidas sobre el silencio contemplativo, escritas para meditarlas y saborearlas una a una y reunidas en un libro de cabecera para los momentos diarios de oración, las jornadas de desierto, la semana de retiro o el mes de Nazaret.