Ante tantas desigualdades, ante la riqueza de unos pocos y la pobreza de muchos, solo nos queda caminar en un sentido: trabajar por una civilización global de la sobriedad compartida, pues los bienes no son para adueñarnos de ellos, sino para distribuirlos.
Las riquezas no son propiedades, sino bienes que hay que administrar. Lo que es de Dios es todo común. Por tanto tenemos que recortar de lo superfluo y contentarnos con lo suficiente para que todos podamos vivir, ya que la mayor riqueza es no necesitar nada. La propiedad es una administración de los bienes de Dios. La limosna no es donación de lo propio animada por la caridad, sino devolución de lo ajeno exigida por la justicia. Por tanto, si “hemos comprendido lo que es el amor porque aquél se desprendió de su vida por nosotros; ahora también nosotros debemos desprendernos de la vida por nuestros hermanos. Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad” (1 Jn 3, 16-17).