Carta a Luisa
Hermosura tan antigua y tan nueva,
Me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.
Tú no necesitas decir “que sea Navidad todo el año”. Porque “tu deseo” hoy, acompaña, verdaderamente, todo el año. Han pasado quince días de esta felicitación, y esta frase de san Agustín, que acompañabas de una imagen, sigue viva en mi mente. Y es curioso: el año anterior fue otra felicitación tuya, con una imagen de un monje dispuesto a hacer camino, teniendo delante un ambiente brumoso, gris, y sugiriendo el acompañamiento luminoso de la Cruz… Una imagen que me ha acompañado todo el año.
La de este año viene a complementarla, y va a estar de actualidad en mi vida a lo largo de los meses. ¿Qué sucede?, ¿qué misterio tiene tu deseo navideño para que permanezca?
Yo diría que el mismo misterio de la vida. Tú recoges unas palabras, esta vez, de una obra inmortal, las Confesiones, que rezuman sabiduría de este santo Padre de la Iglesia que es san Agustín, un permanente buscador de Dios. Te has sentido identificada con su enseñanza y me transmites eso que estás viviendo:
La belleza permanece, la belleza impregna toda la creación; que esta belleza se nos manifiesta como sabiduría para iluminar los pasos de nuestro caminar en la tierra.
En el fondo, o en lo profundo, de la existencia hay una conexión, un estrecho lazo de sintonía de nuestra vida con la vibración de la belleza de todo lo creado.
Pero percibimos esta conexión cuando despierta en nosotros la presencia de este Creador bueno y que ha hecho buenas todas las cosas. Y de todo este misterio de vida, belleza y bondad, nos habla san Agustín:
La vida feliz, Señor, no es más que gozar de ti, para ti y por ti. Eso es la vida feliz. No es otra cosa. Los que creen que es otra cosa buscan otro gozo que no es el verdadero.
De aquí que lo importante en la vida humana es plantearla como una permanente búsqueda, donde podemos ir descubriendo y viviendo nuevos horizontes que nos ponen en el sendero de la Divinidad. Y san Agustín nos sigue dando sugerencias para el camino:
¿Y dónde te encontré, Señor, para conocerte? ¿En dónde te encontré para conocerte, sino en ti, que estás por encima de mí? No es un lugar. ¡Oh verdad!, tú diriges en todas partes a los que preguntan por ti, y respondes a todos a la vez, aunque te pregunten cosas distintas. Respondes con claridad, pero no todos lo entienden con claridad. Todos te preguntan lo que quieren, pero no siempre oyen lo que quieren. El que mejor cumple tu voluntad es el que no se preocupa tanto de oír lo quisiera oír, cuanto de querer hacer lo que oye de ti…
Querida Luisa, estas palabras que me escribes en tu felicitación me recuerdan otras del mismo Agustín de Hipona: Me llamas, Señor. Me gritas, Señor. Quieres romper mi sordera. Brillas y resplandeces ante mí. Quitas la ceguera de mis ojos. Exhalas tu perfume y respiro, y suspiro por ti. Te he probado y siento hambre y sed de ti. Me tocas y me abraso en tu paz.
En el fondo tu felicitación es una invitación a dejarme guiar por él, por ese Dios que ya puso en mí una primera llama de amor, que me guía sin peligro y sigue despertando mi capacidad de amar.
Y dejarse guiar por Dios no se puede separar de dejarse guiar por la obra buena de Dios. Es una llamada a contemplar la realidad, la vida, e ir descubriendo y fomentando la belleza de la obra divina.
Por esto tu felicitación no resulta vacía, no es vulgar, sino que nace de una belleza vivida, y, como tal, deseada para otros. Muy diferente de otras felicitaciones, de otros innumerables deseos, que nacen de “deseos de otros”, es decir, a partir de “frases hechas”, “de documentos de otros”, aunque a veces incluso puedan ser frases tomadas de la Sagrada Escritura, pero que no han nacido del corazón de quien las escribe, un corazón que solo alcanza a pedir que las escriban, sobre incluido, y las remitan a su destino. Para estos Navidad finaliza con la cava y los turrones.
Tu recuerdo en estos días del Nacimiento del Señor es una invitación seria a prolongar la Navidad a lo largo del año. ¡Muchas gracias!