Querría creer
He estado reflexionando en torno a nuestra conversación de hace unos días, cuando me hablabas del acto terrorista de Boston donde mueren varias personas y de la tensión que viviste durante unas horas que estuvieron cortadas las comunicaciones, al saber que un familiar tuyo estaba en esos momentos en aquellas inmediaciones del atentado. En esos momentos de preocupación o de angustia, me decías, pedías a “alguien” que no le hubiese pasado nada, deseabas que estuviese bien.
Continuando en nuestra conversación me hablabas de la belleza, de la fuerza de la vida que tenemos a nuestro alrededor… y manifestabas un deseo: me gustaría tener fe. También me decías haber leído el relato o la noticia de una madre que recupera a un hijo con buena salud en ese mismo atentado y cuando alguien la felicita y le dice: dará gracias a Dios por esta alegría ¿verdad? le responde: yo soy agnóstica, pero y ¿todas esas madres que han perdido a sus hijos?…
Toda esta breve conversación me ha llevado a recordar un poco la vida de Simone Weil que en su maduración espiritual llegó hasta las mismas “puertas de la fe”, pero no entró, es decir llevando una vida motivada por unos valores perfectamente cristianos no llega a bautizarse. Y cuando le preguntan por qué no da ese paso responde: Dios no me lo ha pedido.
Y yo me pregunto si en todo esto no hay unas cuantas perlas de fe de gran valor. En la angustia abrir el corazón a “alguien” con deseo vivo, sensibilidad ante la fuerza y la belleza de la vida, sensibilidad muy viva ante el dolor de los demás, abertura al misterio de la vida…
Esto me lleva a pensar si nosotros los creyentes no tendríamos que reflexionar más de una vez acerca de nuestra fe, de la certeza, de la claridad, de la seguridad de nuestra fe. Quizás tendríamos que pensar más de una vez los creyentes que Dios no está tan cerca de mí como a veces puedo llegar a pensar; quizás el no creyente podría pensar que Dios no está tan lejos de él como a veces llega a creer. En esta sabiduría abunda el mismo san Juan de la Cruz cuando escribe:
“Es de saber que Dios, en cualquiera alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste sustancialmente. Y esta manera de unión siempre está hecha entre Dios y las criaturas todas, en la cual les está conservando el ser que tienen; de manera que si de esta manera faltase, luego se aniquilarían y dejarían de ser. Y así cuando hablamos de la unión del alma con Dios, no hablamos de esta sustancial que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha sino cuando viene a haber semejanza de amor…” (Subida al monte Carmelo L.2, cap, 5)
Quien se acerca Dios debe creer que existe, enseña san Pablo (Hebr 11,6), o sea que es necesario que vaya caminando hacia él. La fe, como la vida misma, es un camino abierto a un progreso. A Dios no llegamos a poseerlo nunca, o quizás mejor sería decir: “dominarlo”. Es él quien nos posee, quien nos domina. Pero él mismo nos ha hecho con una libertad preciosa que habla muy elocuentemente de la dignidad de la persona, de toda persona; y del amor de Dios Creador que nos da esta enorme capacidad hasta llegar a poder negar y rechazar ese amor. Pero el hombre nunca pierde esa capacidad de amar. El hombre no sabrá muchas veces que ama a Dios, pero entonces viene a ser como el niño que llora porque tiene hambre. No sabe si hay pan, pero no puede dudar que está hambriento, y por esto llora y grita.
En esta línea escribe Benet XVI: Nadie puede poner a Dios y su reino encima de la mesa, y el creyente, por supuesto tampoco. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que “quizás sea verdad”. El “quizás” es siempre la tentación ineludible a la que nadie puede sustraerse. Tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo,, en la duda y en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Es ley fundamental del destino humano, encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la fe, entre el a impugnación y la certidumbre. Quizás esto puede llevarnos a ser una ocasión de comunicación. (Introducción al Cristianismo, cap. 1)
Quizás toda esta línea de pensamiento es una llamada a la humildad. A vivir la vida en una actitud abierta, de generosidad y receptividad; a vivir siempre con gesto tolerante. Escribe Rilke: “la vida siempre tiene razón”. Y la vida es abertura, es aventura, es pasión…, pero sobre todo es camino, y como tal siempre nos ofrece una invitación hacia el futuro. La persona humana en este camino nunca tiene la última palabra; en todo caso la palabra que debo tener siempre en los labios y en el corazón es la de caminar, escuchar, contemplar, dialogar, tolerar, amar… Una abertura y una receptividad a la dignidad de la persona, de todo lo humano. Que por aquí se desenvuelven los primeros pasos de la fe.