Valores de la vida monástica. La oración
La oración es buscar la mirada de Dios, esa mirada que viene a ser luz de nuestra vida, la luz para nuestros pasos, como sugiere el salmista:
Apartas tu mirada y se desconciertan,
si retiras tu aliento, expiran y vuelven a ser polvo.
(Salm 104,29)
Que Dios nos bendiga, y nos muestre su mirada radiante,
conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación…
(Salm 67,1)
La oración es ponernos en las manos de Dios, para que él mismo haga que los dones que depositó previamente en nosotros sean eficaces en nuestra vida. Ponernos a la luz de su mirada. Es hacer posible que la acción de Dios sea una realidad en nosotros. En este sentido es verdad lo que Joan Chittister ha escrito, de una manera bella, de Dios:
“Dios es la energía misma que nos anima. Dios es el Espíritu que nos conduce y nos guía. Dios es la voz interior que nos llama a la Vida. Dios es la realidad que quiere alcanzar la plenitud en nosotros, individual y colectivamente.
Dios es la vida, no una máquina expendedora de chucherías para satisfacer nuestros caprichos. Dios es el fin de la vida, la esencia de la vida, la venida de la vida…”
Porque un poco así miramos a Dios: expendedor de chucherías, o petición de pequeñas “cositas”. Pero Dios es bueno, y en su bondad nos responde positivamente, pero como pedimos poco recibimos poco. En este sentido Guillermo de Saint Thierry nos sugiere como debemos amar a Dios: “Tender a Dios con todas las energías, tender a la unión consciente y llegar no solo a querer lo que Dios quiere, sino que es tan grande su deseo de amor, tanta la perfección de su afecto que ya no puede querer sino lo que Dios quiere, que es ser lo que Dios es… Sólo que lo que él es por naturaleza, nosotros lo seremos por gracia”.
Así contemplada o considerada, la oración viene a ser un camino permanente en la vida del hombre, o también todo un proceso que nos acompaña en el camino de la vida, si verdaderamente deseamos crecer hacia esa plenitud de nuestra existencia. Entonces tenemos que convenir en que la oración no es algo fácil, lo cual ya nos lo sugerían los Padres del Desierto:
Unos hermanos preguntaron al abad Agatón: Padre, ¿cuál es la virtud que exige más esfuerzo en la vida religiosa? Él les respondió: Estimo que nada exige tanto trabajo como el orar a Dios. Si el hombre quiere orar a su Dios, los demonios, sus enemigos, se apresurarán a interrumpir su oración, pues saben muy bien que nada les va a hacer tanto daño como la oración que sube a Dios. En cualquier otro trabajo que emprende el hombre en la vida religiosa por mucho esfuerzo y paciencia que dicho trabajo exija tendrá y logrará un descanso. La oración exige un penoso y duro combate hasta el último suspiro.
Sí, verdaderamente la oración exige un penoso y duro combate, es un trabajo permanente sobre nosotros mismos, es una llamada permanente a la interiorización, cuando también tenemos otras llamadas más fáciles en nuestra vida que nos llaman o incluso nos seducen hacia la experiencia de superficie, hacia la experiencia de abandono, o como quien se adormece plácidamente flotando en las aguas del mar.
Un trabajo permanente de purificación, en definitiva para contemplar o ser conscientes de lo mejor que existe en nuestra vida, como también nos sugiere otro de los Padres del Desierto:
“Es imposible que uno vea su rostro en una agua turbia. Tampoco el alma, sino se purifica en sus `pensamientos extraños, puede contemplar a Dios en la oración.”
La mirada de Dios sobre nosotros, la mirada mía sobre mí mismo, un trabajo arduo pero también apasionante como nos sugiere san Bernardo:
Cada uno de nosotros que, tras aquellos llantos amargos de los comienzos de su conversión, se siente aliviado por la esperanza del consuelo y se alegra al verse volando con las alas de la gracia, ese recoge la cosecha al percibir el fruto: ve a Dios y escucha su voz que dice: Dadle el fruto de sus manos (Prov 31,31) Será posible que no vea a Dios el que ha gustado y visto qué bueno es el Señor? (Sermón 37, 4 Sobre el Cantar)
El hombre, nos dice el teólogo Gonzalez de Cardedal, tiene que pasar de lo profano que es su mundo hasta el aspecto iluminado y determinado por el Santo, que al introducirnos en el ámbito de su presencia nos transforma.
Pero, como sugerimos al principio es necesario también cuidar la mirada, darle aquel matiz que pueda darle una hondura humana, y que viene a ser un despertar de algo que ya está en el interior del hombre.
Es necesario dejar de mirar. Es necesario, cerrando los ojos, cambiar esta manera de ver por otra, y despertar esta facultad que todo el mundo posee, pero de la cual pocos hacen uso. (Plotino, Eneadas 1,6,8)
Y todo esto que escribo creo que es perfectamente válido para toda persona que circula distraída por los espacios de nuestras ciudades y pueblos. Lo monástico es perfectamente cristiano.