Divorcio y segundo matrimonio civil (2, continuación)

Divorcio y nuevo matrimonio civil (2, continuación)

(Se reproduce en el post anterior, en este y en el siguiente un extracto del artículo "La atención pastoral a los divorciados vueltos a casar", publicado en la revista Vida Pastoral, ed. S. Pablo, México, abril, 2015)


La indisolubilidad no es el punto de partida, sino la meta de llegada. Pero cuando la interrupción irreversible de este proceso hace inevitable la separación, se plantea la tarea de hacer que el desenlace sea responsable por parte de los cónyuges y que el acompañamiento humano (por parte de la familia, las amistades y la comunidad eclesial), que arropó en su día la celebración del enlace, apoye también ahora, en el desenlace, a las personas que vuelven a emprender el camino para rehacer su vida.

Presuponiendo esta interpretación de lo que significa el enlace de la pareja mediante una promesa mutua personal, testificada ante la sociedad y en la Iglesia, podremos integrar los puntos de vista ético, civil y eclesial a la hora de discernir su situación para acompañarles en su camino.

Desde dicha triple perspectiva vemos, en primer lugar, la promesa de los cónyuges apoyada por la conciencia personal de ambos; en segundo lugar, la vemos protegida por la seguridad jurídica del derecho civil o canónico; finalmente, la vemos amparada y animada por la fe religiosa.

Ese es el marco para plantear correctamente las preguntas acerca del reconocimiento responsable de la variedad de formas de enlace (pareja en convivencia estable de hecho, matrimonio civil o religiosamente ratificado, o incluso otros modelos de enlace –como, por ejemplo, el de parejas homosexuales- no considerados en algunos ordenamientos jurídicos), así como del reconocimiento igualmente responsable de los desenlaces (separaciones y rupturas, culpables o inocentes, remediables o irremediables).

Tanto en las convivencias de hecho como en las formalizadas civil o religiosamente, el desenlace puede ser variopinto. Hay desenlaces dolorosos y otros sin pena ni gloria; los hay trágicos o dramáticos; a veces, hasta cómicos; los hay conflictivos y pacíficos, por infidelidad o por incompatibilidad, por culpa de una parte o de la otra, o de las dos, o de ninguna, sino por circunstancias externas.

En cualquier caso, para que el desenlace sea correcto responsablemente, a pesar de ser desenlace, la ética lo protegerá desde la conciencia y la sociedad desde la ley; las iglesias deberían protegerlo desde la fe, de acuerdo con el Evangelio de Jesús.

En el caso de una convivencia estable de hecho, desde el punto de vista ético, cada una de las partes se verá interpelada por su conciencia para ser honesta consigo misma y con la otra parte al decidir el desenlace.

En el caso de la unión civil, el derecho garantizará que el desenlace no vulnere el bien jurídico de los cónyuges y familia.

En el caso de la unión celebrada religiosamente, la iglesia que antes acompañó a los esposos en su enlace, atestiguando su promesa con la bendición divina para animarles a cumplirla, puede y debe ahora, cuando se ha producido el desenlace, acompañarles desde la fe para sanar, si las hubiera, las heridas que haya dejado la separación y apoyar igualmente desde la fe a quienes emprenden el camino de rehacer su vida.

Lo mismo que hay un duelo religioso, no solo civil, tras la muerte física del cónyuge, también tiene sentido el duelo por el desenlace en la mitad del camino de la vida.

A los teólogos que se oponen a la acogida sacramental en la iglesia de las personas divorciadas y casadas de nuevo, hay que decirles: Puede y debe haber un camino de duelo y sanación religiosa tras el desenlace matrimonial.

Reconocer de manera sacramental el desenlace y las nuevas nupcias, estará más de acuerdo con el Evangelio que la defensa canónica de una indisolubilidad abstracta, mágica e inmisericorde.
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