En Galilea de Entrevías: Pan de Vida
Tras la Eucaristía dominical en Entrevías, regresamos con las pilas recargadas de fe, esperanza y amor para mucho tiempo. Verdaderamente nos esperaba el Señor en esa Galilea en la que se había adelantado a presentarse.
Aquí no se viene a cumplir o a despacharse o a quitarse el cuidado de cumplir un precepto, sino a celebrar y a compartir y a convivir.
Aquí no se viene a dormitar durante una homilía aburrida de diez minutos. Pasa hora y media y sigue la comunidad transmitiendo lo que el Espíritu hace decir en la homilía compartida.
Enrique abre la reunion en el nombre del Dios padre y madre. Habla como eco espontáneo de la Palabra, sin atacar a nadie ni defenderse de nadie, sin adular a la institución ni insultarla, simplemente comunicando evangelio que interpela y anima.
Hablan los no creyentes y el Espíritu nos habla por su boca. Hablan los creyentes de sensibilidades diferentes. Cuando alguien se pasa de cello, el Espíritu sugiere un contrapeso de humildad y paciencia en la intervención siguiente. Y cuando alguien se pasa de mansedumbre, el Espíritu espolea en la intervención siguiente para no acobardarse. No sera el discípulo más que el Maestro. Como a Él le rechazaron, os rechazarán. Como a Él le acogieron, os recibirán.
Si estuviera aquí Malaquías no denunciaría como en el templo de aquellos días: “No acepto la ofrenda de vuestras manos” (1, 10). Dicho en el lenguaje burocrático institucional: “Esto sí que es ortodoxo y homologable, si lo viera de cerca nuestro obispo lo reconocería”. Aquí no hay duda de que se acepta lo que se ofrece con la autenticidad de Melquisedec, aquel extranjero que dio sentido a una simple ofrenda de pan y vino. Isaías comparó la comunidad ideal con un banquete (Is 25, 6). Eliseo hizo de panadero para más de cien personas hambrientas (2 R 4, 42-44). Todo este telón de fondo encuadraba el encargo de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (Mt 14, 16).
Enrique repite los gestos de Jesús: vista al cielo en acción de gracias, ojos fijos en el pan mientras lo parte y mirada alrededor. Primero, da gracias a la fuente de la vida. Segundo, contempla el pan, fruto de la tierra y del trabajo de muchos hombres y mujeres, que ha de partirse y compartirse. Tercero, invita a repartir y... a asegurarse de que el reparto es justo.
Jesús no fue un prestidigitador. Su pan de vida no es un truco de Harry Potter, ni un juego escolástico para elucubrar sobre sustancias y accidentes. Antes de partir el pan se ha partido a sí mismo, se ha dado y repartido a diario, dejándose comer. Toda su vida fue eucaristía. Su vida entera da significado al partir, compartir y repartir el pan de vida. Comida en Galilea, Cena en Jerusalén, Sangre de Vida en el Gólgota, Eucaristía dominical en Entrevías, Y vivencia cotidiana de hacer por las personas en un mundo de paz y justicia: todo esto se integra en un único acontecimiento liberador. Eso es la Eucaristía, bien diferente de una misa rutinaria.
No dijo Jesús en la Cena: “Este pan es mi cuerpo”, sino dijo: “Esto es mi cuerpo”. “Esto” significa no solamente este pan y vino, sino lo que ellos representan: la vida entera de los hombres y mujeres aquí reunidos, con sus penas y alegrías, éxitos y fracasos, deseos y súplicas. Sobre todo eso se pide que venga el Espíritu para consagrarlo. Todo eso es lo que se convierte en cuerpo y vida de Cristo para la liberación del mundo. Por eso son insuficientes las finísimas obleas que pierden la fuerza significativa del pan de vida cuando son tan finas y estilizadas que apenas parecen pan. Comprendemos y vivimos la realidad de la Eucaristía con sentido, en vez de “despacharnos”, “oyendo misa “ o “dando misa” con la satisfacción de cumplir rúbricas minuciosas con vestimentas anacrónicas y fórmulas estereotipadas.
En esta Galilea de Entrevías comprendemos que la mesa de Jesús no es la de un medium de sortilegios, ni la de un mago hipnotizador. Tampoco es una mesa donde sacrificar animales como en las religiones primitivas. Su mesa es de comedor: para partir, repartir y compartir. Por eso no hemos cerrado los ojos cuando Enrique decía “Esto es mi cuerpo”. Ni nos hemos quedado hipnotizados como en sesión de magia, como quien aguarda a que cambie de color una oblea alucinantemente ensangrentada.
Habíamos estrechado mutuamente las manos al rezar el padrenuestro. Ahora Jesús nos invita a mirar al cielo dando gracias, para luego mirar alrededor, como hizo Él en Galilea y en la última cena. Quiere que salgamos de aquí animados a prolongar lo que Él hizo, hacerlo presente entre nosotros reunidos en su nombre, hacer lo que Él hizo, lo que lleva años haciendo la comunidad en esta Galilea de Entrevías: partirse, repartirse y compartir. Partir el pan, repartir a quien no tiene, compartir la vida, la fe y la palabra. Hacerlo así es la única prueba de que Él sigue vivo.
Aquí no se viene a cumplir o a despacharse o a quitarse el cuidado de cumplir un precepto, sino a celebrar y a compartir y a convivir.
Aquí no se viene a dormitar durante una homilía aburrida de diez minutos. Pasa hora y media y sigue la comunidad transmitiendo lo que el Espíritu hace decir en la homilía compartida.
Enrique abre la reunion en el nombre del Dios padre y madre. Habla como eco espontáneo de la Palabra, sin atacar a nadie ni defenderse de nadie, sin adular a la institución ni insultarla, simplemente comunicando evangelio que interpela y anima.
Hablan los no creyentes y el Espíritu nos habla por su boca. Hablan los creyentes de sensibilidades diferentes. Cuando alguien se pasa de cello, el Espíritu sugiere un contrapeso de humildad y paciencia en la intervención siguiente. Y cuando alguien se pasa de mansedumbre, el Espíritu espolea en la intervención siguiente para no acobardarse. No sera el discípulo más que el Maestro. Como a Él le rechazaron, os rechazarán. Como a Él le acogieron, os recibirán.
Si estuviera aquí Malaquías no denunciaría como en el templo de aquellos días: “No acepto la ofrenda de vuestras manos” (1, 10). Dicho en el lenguaje burocrático institucional: “Esto sí que es ortodoxo y homologable, si lo viera de cerca nuestro obispo lo reconocería”. Aquí no hay duda de que se acepta lo que se ofrece con la autenticidad de Melquisedec, aquel extranjero que dio sentido a una simple ofrenda de pan y vino. Isaías comparó la comunidad ideal con un banquete (Is 25, 6). Eliseo hizo de panadero para más de cien personas hambrientas (2 R 4, 42-44). Todo este telón de fondo encuadraba el encargo de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (Mt 14, 16).
Enrique repite los gestos de Jesús: vista al cielo en acción de gracias, ojos fijos en el pan mientras lo parte y mirada alrededor. Primero, da gracias a la fuente de la vida. Segundo, contempla el pan, fruto de la tierra y del trabajo de muchos hombres y mujeres, que ha de partirse y compartirse. Tercero, invita a repartir y... a asegurarse de que el reparto es justo.
Jesús no fue un prestidigitador. Su pan de vida no es un truco de Harry Potter, ni un juego escolástico para elucubrar sobre sustancias y accidentes. Antes de partir el pan se ha partido a sí mismo, se ha dado y repartido a diario, dejándose comer. Toda su vida fue eucaristía. Su vida entera da significado al partir, compartir y repartir el pan de vida. Comida en Galilea, Cena en Jerusalén, Sangre de Vida en el Gólgota, Eucaristía dominical en Entrevías, Y vivencia cotidiana de hacer por las personas en un mundo de paz y justicia: todo esto se integra en un único acontecimiento liberador. Eso es la Eucaristía, bien diferente de una misa rutinaria.
No dijo Jesús en la Cena: “Este pan es mi cuerpo”, sino dijo: “Esto es mi cuerpo”. “Esto” significa no solamente este pan y vino, sino lo que ellos representan: la vida entera de los hombres y mujeres aquí reunidos, con sus penas y alegrías, éxitos y fracasos, deseos y súplicas. Sobre todo eso se pide que venga el Espíritu para consagrarlo. Todo eso es lo que se convierte en cuerpo y vida de Cristo para la liberación del mundo. Por eso son insuficientes las finísimas obleas que pierden la fuerza significativa del pan de vida cuando son tan finas y estilizadas que apenas parecen pan. Comprendemos y vivimos la realidad de la Eucaristía con sentido, en vez de “despacharnos”, “oyendo misa “ o “dando misa” con la satisfacción de cumplir rúbricas minuciosas con vestimentas anacrónicas y fórmulas estereotipadas.
En esta Galilea de Entrevías comprendemos que la mesa de Jesús no es la de un medium de sortilegios, ni la de un mago hipnotizador. Tampoco es una mesa donde sacrificar animales como en las religiones primitivas. Su mesa es de comedor: para partir, repartir y compartir. Por eso no hemos cerrado los ojos cuando Enrique decía “Esto es mi cuerpo”. Ni nos hemos quedado hipnotizados como en sesión de magia, como quien aguarda a que cambie de color una oblea alucinantemente ensangrentada.
Habíamos estrechado mutuamente las manos al rezar el padrenuestro. Ahora Jesús nos invita a mirar al cielo dando gracias, para luego mirar alrededor, como hizo Él en Galilea y en la última cena. Quiere que salgamos de aquí animados a prolongar lo que Él hizo, hacerlo presente entre nosotros reunidos en su nombre, hacer lo que Él hizo, lo que lleva años haciendo la comunidad en esta Galilea de Entrevías: partirse, repartirse y compartir. Partir el pan, repartir a quien no tiene, compartir la vida, la fe y la palabra. Hacerlo así es la única prueba de que Él sigue vivo.