"Demasiado incienso y demasiado palio puede impedirnos ver qué hay detrás del humo y entre las adornadas telas que cuelgan" Michael Moore: "Fraterna y subversiva eucaristía"
"Lo que evoca, pues, a Jesús, no es el pan prolijo ni el vino quieto: es el pan des-pedazado y el vino derramado"
"La eucaristía parecería quedar reducida a una moneda de cambio que, a la vez que la consumimos, se la ofrecemos a ese dios para asegurarnos una salvación extrañamente escatimada"
"La invitación y el desafío -¿el precepto?- no es -al menos en primer lugar- `celebren piadosa y observantemente la misa y adoren a Jesús sacramentado', sino configuren su vida con el Jesús cuya existencia entera fue eucarística"
"La invitación y el desafío -¿el precepto?- no es -al menos en primer lugar- `celebren piadosa y observantemente la misa y adoren a Jesús sacramentado', sino configuren su vida con el Jesús cuya existencia entera fue eucarística"
| Michael Moore
La eucaristía, especialmente conmemorada en la llamada solemnidad de Corpus Christi ocupa, sin dudas, un lugar privilegiado en la espiritualidad de los cristianos de ayer y de hoy. Y, en la riqueza de su misterio y simbolismo, permite múltiples -y dispares- accesos: en esta reflexión quiero asomarme a la contemplación tomando como disparador y ensayando una suerte de meditación teológica a partir del bellísimo y provocador -“subversivo”- poema de dom Pedro Casaldáliga, titulado “Mi cuerpo es comida”:
Mis manos, esas manos y Tus manos hacemos este Gesto, compartida la mesa y el destino, como hermanos. Las vidas en Tu muerte y en Tu vida.
Unidos en el pan los muchos granos, iremos aprendiendo a ser la unida Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos. Comiéndote sabremos ser comida.
El vino de sus venas nos provoca. El pan ellos no tienen nos convoca a ser Contigo el pan de cada día.
Llamados por la luz de Tu memoria, marchamos hacia el Reino haciendo Historia, fraterna y subversiva Eucaristía
¿Qué celebramos cuando celebramos Corpus Christi?
Demasiado incienso y demasiado palio puede impedirnos ver qué hay detrás del humo y entre las adornadas telas que cuelgan; u ofrecernos una visión un tanto distorsionada, difuminada, con bordes imprecisos, demasiado “espirituosos”. Muchos siglos de buscar celebrar este misterio de la mejor manera posible -nadie duda de las intenciones- puede hacer perder de vista el sentido original. Por eso, en estos casos es bueno volverse un poco tradicionalistas, esto es: volver la mirada a los orígenes de la Tradición (siempre fundante), para así poder distinguirla de las tradiciones (siempre cambiantes). Entonces, los invito a volver con la memoria cordial al cenáculo hasta aquel jueves último y asomarse -con temor y temblor- a contemplar esa tan profana y tan sagrada escena. Y así, buscar recuperar lo esencial. Hacer memoria para conmemorar.
Aquel Hombre, oteando la muerte que lo amenaza desde un horizonte cada vez más cercano, decide realizar una cena que, quizá -intuye-, sea la última. El aire es tenso y huele a despedida, pero también a futuro, a proyección, a cómo continuar si ocurre lo tan temido. Y entonces Jesús, en medio de la comida compartida, imagina realizar un gesto que, por un parte, recapitule simbólicamente todo lo que fue su vida y, por la otra, les sirva a sus seguidores para, repitiéndolo, volver a hacerlo presente. Después de tomar el pan y dar gracias a Dios -gesto repetido tantas veces por el maestro en otras comidas- lo parte y se los re-parte, diciéndoles “esto soy yo”: pan que se despedaza para alimentar a otros; vida entregada hasta la muerte para engendrar vida nueva en otros. Seguramente y como en tantas otras ocasiones, sus discípulos y discípulas se habrán quedado atónitos, sin entender nada, atragantados por el miedo, ausentes de esperanza. Y habrán masticado aquel pan como intentando degustar un sabor nuevo, distinto, misterioso. Pero en la boca, sólo sabía a pan ácimo. Del mismo modo, sobre el final de la cena, alza su copa e invita a beber a todos de ese mismo cáliz, diciéndoles: “esta es mi sangre”. Nuevamente, las bocas se acercarían temerosas a saborear ese vino… que seguía teniendo gusto a vino. Y repetirían uno a uno el gesto, sin entenderlo y sin entenderse. Más tarde, llegaría la invitación a que siguieran haciendo lo mismo, en su recuerdo y para hacerlo presente, cuando Él ya no estuviera.
Y los hombres y mujeres lo seguimos haciendo desde hace dos mil años, fieles a su mandato, pero… “hacemos este gesto”.
Todavía hoy, como ayer, muchos seguimos sin entender que lo que se vuelve sacramento no es el sólo pan, sino el pan partido y compartido. Y, antes, amasado por “Mis manos, esas manos y tus manos”, que son las manos de tantos hombres y mujeres, manos curtidas y ásperas unidas a las manos llagadas del Resucitado, que siguen entretejiendo y amasando la historia y logran el milagro que aparezcan “unidos en el pan los muchos granos”: los granos de las vidas y las muertes, de injusticias y reivindicaciones, de dolores y alegrías, de víctimas y victimarios; granos amalgamados con la esperanza e ilusión de un futuro un poco mejor, más fraterno y solidario. Y con una pizca de rebeldía, para que la masa fermente y no se quede inmóvil. También se unen los granos de toda otra materia, de la naturaleza violentada y asesinada que espera redención, de la Madre tierra que llora por la ingratitud de sus hijos. “Fruto de la tierra y el trabajo de los hombres”… pero también de su egoísmo destructor que necesita ser transformado.
Lo que evoca, pues, a Jesús, no es el pan prolijo ni el vino quieto: es el pan des-pedazado y el vino derramado. Y ese sentido e intencionalidad del gesto del Jesús histórico debería quedar bien claro cada vez que realizamos un acto cultual que tenga que ver con la eucaristía: misas, comuniones, adoraciones, procesiones, etc.
“Comiéndote sabremos ser comida”
Por eso necesitamos comulgar: para aprender a ser alimento para los demás, no para cumplir algún precepto, ganar indulgencias (¿?) o estar especialmente unido… a quién sabe qué. No es para “salvar mi alma” sino para fortalecerme en la jesuánica invitación de salvarme-salvando. Comulgar es entrar en comunión de vida y de muerte. Decir “amén” es confesar y adherir al estilo propuesto por Jesús, simbolizado ahora en la pequeñez del pan. Es animarse a compartir su destino y, antes, atreverse a compartir la mesa con aquellos a quienes nadie invita o con quienes nadie elige sentarse: los ninguneados y los invisibilizados de ayer y de hoy (“compartida la mesa y el destino”). Una misma mesa. Redonda. Sin cabecera. Donde quepan todos y nadie se sienta excluido por ningún motivo. Es decidirse a (re)construir la “Ciudad de Dios” que tiene domicilio en la tierra y es, por eso, la “Ciudad de los humanos”. No en el cielo, sino en estos lodos amados y contradictorios que gimen pidiendo un poco más de caridad y de justicia. En el “cielo” ya no habrá necesidad de sacramentos, porque ya seremos uno con Él y Él será Todo en todos y con todos (cf.1Co 15,28).
Precisamente, desde esta tierra, desde abajo, desde los márgenes de la historia crucificada surge el gemido interpelante: “El pan que ellos no tienen nos convoca /a ser Contigo el pan de cada día”. Nos con-voca porque nos e-voca la praxis del Maestro y nos pro-voca en nuestra comodidad de creyentes autosatisfechos, observantes cumplidores de preceptos que, serios y raudos, acudimos a los servicios religiosos, sin detenernos por nada ni por nadie a lo largo del camino, como los piadosos de la parábola del buen samaritano, urgidos por llegar a un templo donde no se producirá ningún encuentro porque el Buscado no estaba en el lugar “sagrado” sino que yacía al borde del camino, en el espacio “profano” (cf Lc 10, 25-37).
"Atreverse a compartir la mesa con aquellos a quienes nadie invita o con quienes nadie elige sentarse: los ninguneados y los invisibilizados de ayer y de hoy"
“Marchamos hacia el Reino haciendo historia”
Marchamos hacia el Reino recorriendo y acortando la distensión entre presente y futuro (“ya / pero todavía-no”): el Reino ya está entre nosotros porque Jesús lo ha inaugurado con su vida y con su muerte. Y avanzamos “llamados por la luz de tu memoria”, luz que convoca pero no desde el oro inmutable de un sagrario sino desde la opacidad de la historia, transida de injusticias y opresiones que nos avisan del todavía- no del Reino: “El vino de sus venas nos provoca”. Allí resuena la memoriaIesu, que es una memoria peligrosa puesto que pone en tela de juicio nuestros supuestos contratos con algún dios que nos habría prometido la salvación (¿cuál? ¿de qué?) a cambio, por ejemplo, de comulgar -piadosamente- los nueve primeros viernes de mes. Porque en ese caso, la eucaristía parecería quedar reducida a una moneda de cambio que, a la vez que la consumimos, se la ofrecemos a ese dios para asegurarnos una salvación extrañamente escatimada (aunque, a decir, verdad, a un precio bastante accesible). No. Hacemos memoria de aquel que repitió por las calles de Galilea: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7). Porque el Reino no llega a base de actos cultuales (sacrificios) sino de gestos de humanizar lo des-humanizado (misericordia). Y es en relación a ese proyecto de “humanizar la humanidad practicando la proximidad” (P. Casladáliga) que realizamos -o deberíamos realizar- celebraciones: para fortalecernos en las luchas o para festejar las victorias, cuando las muertes han sido vencidas. De otra manera, se vuelven ritos a-históricos, in-significantes.
“Fraterna y subversiva eucaristía”
Fraterna y subversiva: porque es para todos y para que algo cambie, o no es. Aunque se observen escrupulosamente las rúbricas litúrgicas. La vocación del hombre revelada por ese Jesús es que somos hijos muy amados por el Padre; pero, inseparablemente unido, sólo somos hijos siendo hermanos. Filiación y fraternidad son las dos marcas del cristiano que conducen -inexorablemente- a descubrir y vivenciar a Dios en el hombre, en la historia. Por eso, sin entrega gratuita ni compartida generosa, no hay eucaristía, aunque se celebre el rito (cf. 1Cor 11,18-22); y si nada se sub-vierte, si nada cambia, si nada se re-vierte en nuestros corazones y en nuestras comunidades, puede que haya alguna especie de transustanciación, aunque no estoy tan seguro que se dé la presencia real del Crucificado-Resucitado que por cambiar cambió su vida en muerte. Pero en muerte que engendró nueva Vida. Si logramos un mundo un poco más humano, entonces podemos estar seguros que “marchamos hacia el Reinohaciendo Historia”. Con mayúsculas.
Hacia una existencia eucarística
Han pasado dos mil años de aquella con-memorable cena. Dos mil años durante los cuales muchos hombres y mujeres se han seguido reuniendo para volver a descubrirlo presente y, luego, para adorarlo. Hacen falta vientos de cambio, que disipen tanto "humos" que nos hacen perder de vista lo esencial.
Las ahora llamadas palabras de la consagración: “tomen y coman/beban”, y “hagan esto” son palabras dirigidas ayer a los apóstoles y hoy a nosotros (no a las especies). La invitación y el desafío -¿el precepto?- no es -al menos en primer lugar- “celebren piadosa y observantemente la misa y adoren a Jesús sacramentado”, sino configuren su vida con el Jesús cuya existencia entera fue eucarística: acción de gracias y entrega desinteresada para que otros vivan (mejor), simbolizada en el pan partido y com-partido “la misma noche en que iba a ser entregado” (1 Cor 11,23).
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