"Se trata de vivir, se trata de morir" Michael Moore: "Urge re-pensar la liturgia para re-vivir jesuánicamente la semana santa"
Se trata de la vida. Se trata de la muerte. Y se trata de un modo de concebir y desplegar la vida que se puede ver amenazada por un modo de muerte.
Amores y desamores, sentidos y sinsentidos, compañías y soledades, que atraviesan, también, nuestras vidas. Y que, de un modo simbólico se condensan en los últimos momentos de aquel profeta galileo y nosotros rememoramos en la llamada “semana santa”
Temo que el atolladero de celebraciones litúrgicas –con todos sus ritos, palabras y gestos, muchos in-significantes, por cierto– que propone la iglesia, nos hagan perder de vista lo esencial: replantearnos cómo y desde dónde vivimos.
Temo que el atolladero de celebraciones litúrgicas –con todos sus ritos, palabras y gestos, muchos in-significantes, por cierto– que propone la iglesia, nos hagan perder de vista lo esencial: replantearnos cómo y desde dónde vivimos.
| Michael Moore
Se trata de la vida. Se trata de la muerte. Y se trata de un modo de concebir y desplegar la vida que se puede ver amenazada por un modo de muerte. Se trata de vivir des-viviéndose, gozando del indescriptible placer de amar y ser amado... “hasta el fin” (cf. Jn 13,1). Se trata, al mismo tiempo e indefectiblemente, de sentirse traicionado, calumniado, abandonado. Se trata de sentir ahogarse en la angustia y la soledad, de palpar la aspereza del fracaso y de entregar el último aliento, sin saber con seguridad hacia dónde y para qué. Creo que un poco de todo eso conmemoramos en estos días un grupo de buscadores –los cristianos– que todavía se sienten seducidos por esas experiencias que un Hombre bueno vivenció un par de milenios atrás. Amores y desamores, sentidos y sinsentidos, compañías y soledades, que atraviesan, también, nuestras vidas.Y que, de un modo simbólico se condensan en los últimos momentos de aquel profeta galileo y nosotros rememoramos en la llamada “semana santa”. Siento –más que “pienso”– que estas cuestiones tan humanas y tan existenciales son las que debemos traer a la memoria del corazón en estos días para confrontar el modo de vivir y de morir de Jesús con el nuestro. Y lo subrayo porque, quizá, el atolladero de celebraciones litúrgicas –con todos sus ritos, palabras y gestos, muchos in-significantes, por cierto– que propone la iglesia, nos hagan perder de vista lo que yo, al menos, considero esencial: replantearme mi modo de vivir.
Se trata, el jueves santo, de dejarse interpelar a partir de dos gestos jesuánicos tan simbólicos como definitorios: partirse para entregarse (evangelios sinópticos) y servir desde abajo (evangelio de Juan). Esta doble e inseparable actitud constituye el inapelable testamento del Maestro (y no la “fundación” de una iglesia ni la "institución" del sacramento del orden sagrado). En la que –seguramente– fue su última cena con amigos, algunos de ellos lo recuerdan improvisando ese gesto de decir que él quedaba representado en un pedazo de pan que se partía y se repartía para que cada uno tuviera un poco más de vida, y de una vida con sabor a la suya. Otros lo recuerdan realizando el (servil) acto de lavar los pies a quienes amaba. Pero, repito: ambos gestos no hacen sino condensar simbólicamente y definir definitivamente toda una vida que fue entrega y servicios desinteresado, gratuito y discreto a todos los hombres y mujeres; de un modo especial a aquellos a quienes nadie invitaba a sentarse a su mesa y a quienes nadie lavaba los pies por no quedar él mismo sucio.
Se trata de obedecer su exhortación: “hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). Es decir: conciban el sentido de su vida como un des-granarse (pan) y un des-angrarse (vino); como un partirse de dolor denunciando las injusticias aunque acaben sin voz y siendo víctima de ella; como un entregarse setenta veces siete a pesar de las incomprensiones y las traiciones (a pesar de Pedro, Judas y los zebedeos); como creyendo y esperando que algún día nos podremos sentar todos a beber el cáliz de la fraternidad e igualdad, borrachos de alegría y de libertad.
Se trata de seguir su consejo: “hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,12). Es decir: dénse cuenta que la divinidad no pasa por la omnipotencia y muchos menos por la prepotencia. Se trata de agacharse, mirar e intentar comprender la historia y transformarla asumiendo el ángulo de lectura de los que están más abajo; de, mientras lavamos las heridas, conversar, como menores, del por qué de sus pies sucios y llagados; se trata de limpiarlos con lágrimas que nazcan de nuestro arrepentimiento por tantos silencios cómplices y tantos pasar de largo al borde de sus caminos (por cobardía o comodidad).
Pero pareciera que las palabras perentorias que dejaron por escrito los evangelistas se han traspapelado en los subsuelos húmedos y oscuros de la historia de la iglesia. Y el “hagan esto/hagan lo mismo” se tradujo, lenta y dogmáticamente, en: “celebren muchas misas…” Y, de paso, el jueves santo festejen la “institución del sacerdocio” (¿?). El pequeño problema es que, en su configuración y praxis actual, tiene más que ver con el sacerdocio del Antiguo testamento –claramente abolido por Jesucristo– que por el pastoreo misericordioso que vivió e inauguró el Hijo de Dios con su praxis y su muerte.
Se trata, el viernes santo, de caer en la cuenta que nadie elige morir (¡todos, inevitablemente, moriremos!) pero sí podemos decidir cómo vivir y, eventualmente, cómo llegar a la muerte. Se trata de darle un sentido a la vida que se consume en el momento de la muerte. Y a eso debe remitirnos la memoria del viernes santo: un Hombre fiel hasta las últimas consecuencias con aquello que descubrió como su vocación: predicar una Paternidad/Maternidad que es amor envolvente y “disolvente” de cualquier fragilidad y pecado, derramado sobre todos sin barreras de ningún tipo (religión, sexo, cultura, condición, etc.) e, indivisiblemente, una fraternidad de iguales y libres que entre todos debemos construir. La fidelidad a ese proyecto y no otra (p.ej.: que nos “salvara” a través del sufrimiento y el derramamiento de mucha sangre) era la voluntad del Padre.
Se trata de calibrar la angustia que supone la muerte y, a la vez e inseparablemente, desdramatizarla. Lo primero, supone tomar en serio el grito de (casi) desesperación de Jesús en la cruz. Porque es el grito insonoro de un hombre que llega al final de su vida fracasado y solo. Fracasado, porque su propuesta que, en resumen, era una alternativa para concebir la religión (= relación con Dios y con los hermanos) de un modo distinto, más de la calle y menos del Templo, menos cúltica y más samaritana… esa propuesta fue rechazada. Causaba más inseguridad y menos ingresos. Porque no sólo a los políticos sino también a los dioses los hombres de ayer y de hoy exigimos pan y circo… o milagros y anestesias. Y solo, porque ni su Padre ni sus hermanos le arriman consuelo alguno. El cielo está oscuro y sus gemidos nos parecen atravesar los nubarrones para sacudir el “más allá”. No se escuchan respuestas a su súplica ¿Abandono? ¿Silencio? ¿Impotencia? ¿Indiferencia? ¿Qué dios es ese dios que no desclava de la cruz a su hijo amado? Y si el cielo está oscuro, la tierra está abandonada, al menos, de sus interesados seguidores. Porque ni no se les ha concedido el sentarse a la derecha ni a la izquierda después de la tan efímeramente triunfante entrada en la ciudad santa, merecido está el abandono y la retirada.
Se trata pues, de morir paladeando el fracaso, atravesado por la sibilina pregunta acerca de qué sentido tiene todo… si es que tiene algún sentido. Se trata de cerrar los ojos, entregar el espíritu y dejarse caer en un túnel oscuro, resbalando y resbalando no se sabe hacia dónde. Porque respecto al después de la muerte no se trata de saber sino de esperar. Con temor y temblor. Y eso es lo que nos abre a la posibilidad de desdramatizarla, al arrebatarle su presunta definitividad desde el horizonte apenas amenazante de la resurrección.
Se trata, el sábado santo, de permanecer, flotando, en la espera. Pero ¿en la espera de qué, en la espera de quién? Ya ni siquiera hay una carne que, aunque lacerada, pudiera evocar historias compartidas que abrieran a alguna esperanza. Sólo hay una tumba. Una enorme losa que parece sentenciar “¡basta de mentiras y falsos mesianismos!” A sus costados yacen, marchitas, las esperanzas e ilusiones de aquel puñado de entusiastas seguidores. Es sábado y Jerusalén ha vuelto a su normalidad: nada ha cambiado –al menos, aparentemente– en la historia. Silencio gélido, desconcierto y frustración cubren la ciudad santa como un manto de neblina espesa. Tímidamente, en algún rincón, se puede escuchar como un gemido titubeante que brota de las historias más vulneradas y manipuladas: “la muerte no puede ser lo definitivo…El des-amor vestido de injusticia y egoísmo no pueden tener la última palabra”.
Pero escribo estas reflexiones entre el jueves y el viernes santo. Al salir del templo y sus celebraciones. Y lo hago casi como un desahogo porque, luego de anodinas liturgias me pregunté,- como sé que hoy también lo hacen muchos creyentes- ¿qué estoy haciendo acá? ¿qué estoy celebrando? Y me respondí –queriendo creer, intentado esperar: se trata de la vida… se trata de la muerte.