Después de casi veinte años en Kenia y al volver a Colombia Creo que tengo el corazón negro
Estoy de regreso a mi país, Colombia, después de casi 20 años de misión en Kenia. Al terminar esta etapa de mi vida lo que aflora en mi corazón es gratitud. ¡Gracias, Kenia!
Un misionero es rico de la gente que lleva dentro, cada encuentro es su mejor negocio, cada oportunidad de dar y recibir es ganancia, todo es humanidad.
Estoy feliz de que mi biografía, así simple, anónima y escueta como es, se haya vuelto trama para la urdimbre de tantas personas.
Doy gracias, y ahora vuelvo a lo otro mío y a los otros míos, a acostumbrarme a lo que tiempo atrás tenía por familiar y a no dejar morir la alegría y la buena noticia que recibí de mi familia keniana.
Estoy feliz de que mi biografía, así simple, anónima y escueta como es, se haya vuelto trama para la urdimbre de tantas personas.
Doy gracias, y ahora vuelvo a lo otro mío y a los otros míos, a acostumbrarme a lo que tiempo atrás tenía por familiar y a no dejar morir la alegría y la buena noticia que recibí de mi familia keniana.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Estoy de regreso a mi país, Colombia, después de casi 20 años de misión en Kenia. Al terminar esta etapa de mi vida lo que aflora en mi corazón es gratitud. ¡Gracias, Kenia!
Lo recuerdo muy bien. Después del envío misionero, toda una fiesta de fuerza y pentecostés, nos montamos al primer avión, de Medellín a Madrid y allí la gente me era familiar, su lengua, sus formas, todo; la cosa cambio en Madrid, cuando abordamos el otro avión que ya tenía destino africano: allí la gente se veía bien distinta, los colores se imponían a la vista y las sonrisas de oreja a oreja, marcaban diferencia. Y pensaba: no conozco a nadie, no sé ningún nombre, nadie me es familiar. Ya, esta vez, hace apenas una semana, en el largo vuelo de regreso, Nairobi-Estambul, Estambul-Bogotá, cerraba los ojos, y veía mi alma un museo vivo lleno de rostros, muchos rostros… y creo que esos rostros que adornan los vericuetos de mis adentros, casi todos felices y muchos a pesar de los dolores, son la riqueza que me traigo, lo que recogí en todos estos años. Estoy feliz de que mi biografía, así simple, anónima y escueta como es, se haya vuelto trama para la urdimbre de tantas personas. Un misionero es rico de la gente que lleva dentro, cada encuentro es su mejor negocio, cada oportunidad de dar y recibir es ganancia, todo es humanidad.
Mi primera misión fue en Tuum. Casi el último pueblito del distrito samburu en el norte del país, a la sombra del monte de Dios, el Nyiro. Tuum, esa aldea tan silenciosa y en la que sin embargo hay tantos rumores, es la casa que se ha hecho el viento entre los fríos del monte y los calores del desierto. El viento la habita, como un sacramento del Espíritu, siempre moviéndolo todo, no dejando nada quieto, empujando más y más allá. El monte tan plantado y sereno, era mi compañero de rezos, que me enseñaba a tener fe, a estarme ahí, en el aquí y en el ahora, a clavarme en mi lugar, a fijarme despacito en las horas, a dejarme habitar de todos y a dejar despuntar de mí, como el sol que le salía por detrás cada mañana, la fe que llevo dentro, para que pudiera ser luz y calor para los que encontraba en cada jornada. El lago Lokipi, ese espejo en medio del desierto que ponía al azul de arriba en el suelo, era mi asombro preferido, me aseguraba en su grito callado que somos todos un reflejo de Dios, y que esto que llamamos reino, es simplemente dejar que sea en la tierra como en el cielo. Los nombres de Tuum, los de Lenayesho, Lesimalele, Lemosa, Lempisikichoi, Leriano…y tantos y tantos más, son ahora mi evangelio, cada uno me habló, también en desenlaces tristes, del amor y de la maravilla de ser hijos e hijas de Dios.
Ndonyowasin, nombre que traducido dice “montañas de colores”, es otro pueblo, que sigue conmigo siempre y que sin falta estará en mis anécdotas. Al principio, no entendía porque lo llamaban así, montañas de colores, y era que veía las montañas, pero no los colores; y después, cuando me fui entrando en las casas, cuando nació la amistad, cuando lloré sus dolores y celebré sus fiestas, vi que esas montañas, a primera vista sólo piedras y cactus, tenían tonos y pintaban juntas un arcoíris. Comprendí que los colores los veía sólo el que se metía con la gente y se hacía uno de ellos. Además, recordaré siempre esa malograda camioneta que conducía, la que se estropeaba a cada kilómetro y en la que siempre cabía uno más, esa que todos tenían que empujar y encender a la fuerza, esa a la que los guerreros de plumas y lanzas le hacían de mecánicos, esa que, en sus calentadas y llantas pinchadas a toda hora, me ganó tantos amigos entre las personas que pedían un pasaje. Y al Ndonyowasin también lo voy a memorar porque mientras estuve allá, más de un año, la lluvia no cayó y la sequía vino con hambre y cólera, y, así y todo, también vi allá la fuerza de la gente para afrontar los líos, para salir airosa, para conquistar todo: evocaré también las mujeres de esta aldea en la esquina de ninguna parte, orando por la lluvia, que cantaban y cantaban, llenas de sed y roncas y que hacían aguacero de bendiciones y que no se dejaban ganar de la sequía.
Lodungokwe también queda en mi gratitud. Otro pueblo, ya no remoto y aislado como los anteriores, y sí con una carretera que lo atravesaba y nos recordaba que la misión es sobre todo para las bienvenidas y para acoger a todos; era que, siendo un camino de tantos escollos, sin estaciones de servicio y sin lugares para descansar y tomar fuerzas, pues muchos recurrían, cuando había un problema, a la misión; así un día tocaba halar un carro que se había quedado atrancado en la arena, otro día dar hospedaje a los que cogidos de la noche no podían seguir… y así cada día con sus sorpresas… y dando estas bienvenidas imprevistas, nos fue llenando de amigos, de conocidos, y también de gente que después quería ser parte de nuestros trabajos y dar una mano a nuestros proyectos con los más pobres y marginados. Dar bienvenidas, así sin pensarlo, nos fue haciendo ricos y atraía la providencia siempre más pródiga. Recordaré cuando, después de mucho esfuerzo y de muchas manos unidas, llegó el agua a Lodungokwe, saltó del pozo que abrimos hasta 200 metros hondo, y trajo fertilidad a la tierra, y frescura para el calor, y fuerza para las vacas y las cabras. El agua, ese derecho tan negado a tantos pueblos, fue feliz novedad, y la gente de Lodungokwe, en la dicha de esos chorros brotados por esfuerzo y milagro, decía que había que cambiarle nombre al lugar, no más Lodungokwe (“cabeza cortada” en samburu) y mejor Lolokwe (“el que va para adelante”, según la misma lengua).
Kibera, la zona de invasión más grande de Nairobi, otro capítulo de Kenia para mí. Vivir allí, con jóvenes que se preparaban para la misión, me permitió encontrarme con el cielo en lo que parecía un infierno; un cielo bien complicado y que hay que arreglar, pero un cielo: resiliencia para cada muerte y dolor, madrugadas para ganarle a la miseria, solidaridad para afrontar la pobreza, fiestas a toda hora y en todas las casuchas, niños corriendo y en algarabía de contento, mujeres llenas de emprendimiento, miles de iglesias y religiones bendecidas y a ritmo de tambor todos los domingos. Nunca había estado en un lugar de tanta humanidad; sí, así es, y Kibera, no lo entiendo tampoco yo, es un lugar inhumano, una condenación que ha creado este mercado enfermo en que se volvió el mundo, que va adelante dejando las mayorías atrás… allí, cosa bien rara para muchos, conocí la compasión, el cuidado por el otro, la alegría por debajo de las luchas más duras, las ganas y el nervio para alcanzar utopías negadas en las que persistimos en creer.
Traigo también conmigo la granja didáctica de los 3000 amigos, en Kiserian, a las afueras de Nairobi, ese lugar que se llama así porque fueron tres mil, y de muchas partes del mundo, los que nos unimos para hacer realidad una finca, estilo Laudato si, y con ella luchar contra el hambre e inspirar a muchos a cultivar, a ganar el sustento y la comida, a cuidar de la casa común. Allí, sudando y muchas veces en apuros, teólogo metido a agricultor, la tierra me dio lecciones de mística y me hizo entender, mientras le sacábamos el pan, que todo lo que vemos, sea la florecita o el gusanito, la lluvia que moja la tierra y el sol que la calienta, la semilla que brota, la gallina que saca pollitos y la cosecha que recogemos, todo, muestra a Dios y dice amor. De este último lugar, tengo preciosos en mi memoria, a Wachira y a Munene, a Grace y a Kinyua, campesinos que me enseñaron con su ABC a leer el libro inspirado de la creación.
Y claro, de último, pero atravesando todo lo que he escrito, mis hermanos y hermanas de misión, de mi instituto y de otras congregaciones, de muchos países y de Kenia mismo, de las comunidades cristianas que me acogieron durante estos años, de las fundaciones y organizaciones de colaboración internacional, de los asociados y voluntarios, de ellos y ellas tengo historias para muchos libros: todo lo que trabajamos juntos, discutimos, gozamos, luchamos, logramos, no cabría en ningún escrito, así como a Juan el discípulo lo vivido con Jesús no le cupo en su evangelio. La misión nace de la comunión y la comunión hace la misión, a esta familia misionera seguiré siempre abrazado y no me alcanzarán las palabras para decirles que los quiero y que ya para la eternidad son míos y soy de ellos.
Casi veinte años en Kenia, en misión. Doy gracias, y ahora vuelvo a lo otro mío y a los otros míos, a acostumbrarme a lo que tiempo atrás tenía por familiar y a no dejar morir la alegría y la buena noticia que recibí de mi familia keniana. Creo que tengo el corazón negro.