Shosho y el mercado de Kibera
Jeanne Bernardette era una hermanita de Jesús y vivió casi toda su vida entre los Masai, aquí en Kenia.
Se volvió el alma del lugar, y en ella, misionera, no se veía religión, se veía sí acogida, escucha, humanidad.
Más que convencer al mundo, nosotros estamos para darle aliento y respiración.
El absoluto decidió ser relativo, el omnisciente empezó a aprender, el todopoderoso pudo no poder, el infinito se limitó.
Bonhoeffer decía que la “mundanidad” es más propia de los creyentes que la religiosidad”.
Más que convencer al mundo, nosotros estamos para darle aliento y respiración.
El absoluto decidió ser relativo, el omnisciente empezó a aprender, el todopoderoso pudo no poder, el infinito se limitó.
Bonhoeffer decía que la “mundanidad” es más propia de los creyentes que la religiosidad”.
Bonhoeffer decía que la “mundanidad” es más propia de los creyentes que la religiosidad”.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Jeanne Bernardette era una hermanita de Jesús y vivió casi toda su vida entre los Masai, aquí en Kenia; la gente no recuerda su nombre de pasaporte y la llama simplemente “Shosho” (“abuelita” en swahili), el nombre que espontáneamente empezaron a darle todos los que experimentaban su ternura. En sus últimos años, Shosho tenía un quiosco en el mercado de Kibera, siempre lleno de multitudes en oferta y demanda, más bien un hormiguero de gentes buscando la vida. Shosho estaba siempre allí, vendiendo algunas artesanías de lana que ella misma hacía, y era, entre esa multitud bullosa, una vendedora más. Shosho ganaba casi nada o nada mejor dicho, y es que el dinero no era su ambición, ella sólo quería estarse allí y testimoniar buenas noticias, pasar tiempo en el mercado y acercarse a la gente y dar alegría. Ella no predicaba con sermones a los muchos que vendían y compraban, casi ni hablaba, y más escuchaba a muchos que se le acercaban a contarle sus cosas, a buscar una luz, a sacar fuerzas, a gozar de su compañía. Un día, Shosho se enfermó y tuvo que dejar el mercado; a los poquitos días se murió. Todos la extrañaban y algunos decían que Shosho, con su quiosco, se había vuelto el “alma” de aquel mercado.
El testimonio de Sosho me recuerda la carta a Diogneto, joya de la literatura cristiana antigua, que dice que “lo que el alma es al cuerpo, eso son los cristianos para el mundo… el alma invisible está en el cuerpo, así los cristianos en el mundo, su religión permanece invisible”. Así era esta hermanita de Jesús en el mercado de Kibera, una de las zonas de tugurios más grandes del mundo: se volvió el alma del lugar, y en ella, misionera, no se veía religión, se veía sí acogida, escucha, humanidad y era esto lo que aglutinaba y unía a todos en torno a ella. El alma inspira al cuerpo desde adentro, y los cristianos como Shosho, sumergidos en las multitudes, en los vecindarios, en las fábricas, en la internet, en los medios de comunicación, en las artes, en la política, en los estadios. Más que convencer al mundo, nosotros estamos para darle aliento y respiración. Así como el alma es invisible, así nuestra misión, no puede aparecer e imponerse desde afuera, mueve desde adentro, ofrece significados, esperanza, apura el discernimiento. Así como el alma da unidad y vida al cuerpo, así nosotros los cristianos, estamos para construir unidad, para hacer familia, para que nadie sea desechado.
El retrato de Shosho, que llevo gravado en mi corazón misionero, me hace pensar en ese otro que Pablo hacía del Hijo de Dios en su carta a los filipenses: vino de la eternidad al tiempo, del cielo a la tierra, se encarnó, y fue uno de tantos. “En el principio”, como dice Juan el evangelista, estaba con el Padre, y cuando se llegó el momento, se hizo uno de nosotros, en un lugar determinado, haciendo suyas las costumbres de su gente. El absoluto decidió ser relativo, el omnisciente empezó a aprender, el todopoderoso pudo no poder, el infinito se limitó. La Palabra eterna se expresó en arameo, una lengua pobre y de pobres; Dios, un palestino de Nazaret, de un pueblo desconocido y remoto en una ignorada provincia del imperio romano.
Shosho en medio de la multitud me recuerda que los cristianos no tenemos miedo a lo profano, no nos escapamos del mundo y de las cosas de esta tierra; sabemos que la fe no es para nada un programa de evacuación y traslado al cielo con despegue desde los templos. Era lo que Bonhoeffer explicaba cuando decía que la “mundanidad” es más propia de los creyentes que la religiosidad”, y que los cristianos somos seguidores de Jesús no por los rituales que hacemos sino porque vivimos para los otros, “proexistimos”, y experimentamos la pasión de Dios por la humanidad. Lo que se tiene que ver en nosotros, como se vio en Jesús, como se vio en Shosho, no es la religión, sino la humanidad. La misión de la Iglesia tiene, no pocas veces, la tendencia a imponer religión y en estas fácilmente se olvida la humanidad; vamos con liturgias, doctrinas, cánones, jerarquías, dogmas y descuidamos afecto, relación, inclusión, salud, bienvenida, justicia, opción por los pobres. Nosotros, que creemos en la encarnación, influimos en el mundo, no cuando nos hacemos a un status, sino cuando damos alma a la humanidad; no queremos ser visibles, queremos inspirar; no nos interesa que los otros en las extremos de la tierra practiquen nuestros ritos, se aprendan nuestros dogmas, sigan nuestras reglas, recen nuestras letanías, nos importa sí que la gente tenga vida y la tenga en abundancia, es decir, que todas y todos sean más felices, más incluidos, más sanos, más dignos, más satisfechos. Uno no le puede dar alma a la gente y al mundo dándoles religión, uno da alma a la gente y al mundo dando vida, expirando para que otros aspiren.
Así es como Shosho, en su quiosco de mercado de Kibera, me enseñó los caminos de la misión.