A propósito del año santo que celebramos El jubileo, la recapitulación en Cristo y el Padre Nabor

Cerámica de Centro Ave, Loppiano
Cerámica de Centro Ave, Loppiano

No podemos entretenernos con los pedazos de nuestra vida, dando lugar a la angustia y a la culpa, o incluso  pensando que somos nosotros los que vamos a reparar lo dañado; no es así que funciona la salvación de Dios.

Hace muchos años, casi 40, cuando era todavía seminarista, al volver de un viaje, quise traer un regalo, a modo de recuerdo, para un sacerdote muy cercano, al que siempre he profesado afecto de hijo, con el que me confesaba y al que le confiaba muchas cosas: el padre Nabor.  Le compré pues una imagencita de la Virgen que me pareció muy linda y sabía que le iba a gustar. 

Llegué a mi pueblo de noche, ya muy tarde, y al otro día, casi de madrugada, me fui a la capilla en la que el padre celebraba todas las mañanas – y sigue celebrando-; quería saludarlo y entregarle mi regalo.  Pero, tocando la puerta, se me cayó la imagen y se hizo pedazos; había atravesado un mar con la imagencita, la había traído con mil cuidados en mi equipaje de mano, me daba miedo que se dañara en la maleta de la bodega, y, así y todo, en el último momento, a punto de entregarla, se me quebró.

Cuando el padre Nabor abrió la puerta yo no sabía qué hacer, si seguir recogiendo los pedazos o meterme entre sus brazos abiertos.  Me decidí por lo último, y él, muy feliz de verme, me estrechó en su pecho y después, él mismo, se puso a recoger lo que quedaba de mi regalo; pedacito a pedacito, hasta que no quedó nada en el piso y me agradeció la imagencita tanto más que si la hubiera llevado entera.   Y me consolaba, me decía que no me preocupara, que era uno de los mejores traídos que había recibido en su vida.

A los pocos días volví a visitar al padre y me llevé una sorpresa: ¡había reconstruido la imagen! ¡estaba entera! Y lo había hecho de tal modo que hasta los remiendos se veían bonitos.  Y allá la tiene todavía en su casa, entre sus cosas preciosas, y cada vez que vuelvo a visitarlo, la virgencita me parece más linda que la que había comprado y llevado en mi equipaje de mano; esa imagencita tiene la belleza de los corazones rotos que sanan con la gracia, de las vidas partidas que el Señor arma.

Cada vez que recuerdo esta historia se enciende la luz y es evangelio para mí. Yo, confundido, trataba de recoger los pedazos y en esas abrió el padre y me estrechó en su pecho y el mismo se agachó después a tomar los añicos: no podemos entretenernos con los pedazos de nuestra vida, dando lugar a la angustia y a la culpa, o incluso  pensando que somos nosotros los que vamos a reparar lo dañado; no es así que funciona la salvación, lo que hay que hacer es mirar a Jesús que abre la puerta de la gracia y echarnos a sus brazos; él no nos quiere en el suelo tratando en vano de repararnos a nosotros mismos y recoger lo dañado, él nos quiere en su corazón, dejándonos amar así como somos;  y él mismo se agacha, se abaja (Filp 2, 6-11), y sólo él puede recoger lo que queda y hacernos nuevos: “He aquí que yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5; Is 43, 19).

A propósito de esto, Dietrich Bonhoeffer, el teólogo luterano que murió en los campos de concentración, explicaba la doctrina de la recapitulación diciendo que al final, en el escatón, Cristo, volverá con toda nuestra historia, todo lo que ya pasó, incluso lo no tan bueno, y lo traerá reciclado, hecho plenitud: “Nada se pierde en Cristo; en Cristo todo se guarda, se conserva, de manera transfigurada, transparente, clara, liberada del tormento de nuestros deseos egoístas.  Cristo lo restituye todo y precisamente tal como Dios lo deseó en un principio; sin la deformación producida por nuestro pecado” (Carta a Eberhard Bethge, 18 de diciembre de 1943). 

Y a mí, que trataba de recoger los pedazos de la imagencita, y a todos los que tratamos de recoger los pedazos de nuestras vidas cuando se nos quiebran, el mismo mártir en tiempos del nazismo nos enseña: “No podemos ni debemos tomarlo de nuevo por nuestra cuenta, sino que hemos de esperar a recibirlo de Cristo” (Carta a Eberhard Bethge, 18 de diciembre de 1943).

Ser entero es un don de Dios y es también un mandato de Jesús: “sean enteros como el Padre del cielo es entero” (Mt 5, 48).  En el original de esta frase, el adjetivo teleios puede significar perfecto y también entero; solo Dios nos puede hacer enteros, sólo él, como el Padre Nabor con la virgencita que le llevaba de regalo, puede poner juntos nuestros pedazos; para cumplir el mandamiento, lo que nos toca a nosotros es confiarnos, no tener miedo de la verdad, dejarnos abrazar, descansar en Dios. La vida se nos quiebra como esa imagencita, y así, quebrada, vuelta pedazos, se vuelve, por la gracia, “entera” otra vez y hasta mejor. Basta dejarnos amar, no es nuestro esfuerzo, es gracias a Dios que se agacha en Jesús para recoger lo que queda de nosotros. Dios nos da lo que nos manda.

El jubileo es Dios que recoge nuestros pedazos, que nos da ser enteros otra vez; la esperanza no defrauda (Rom 5,5) y nos asegura que al final, así nos hayamos quebrado muchas veces y así el mundo también se nos haya vuelto pedazos otras tantas, seremos como Dios nos deseó al principio, cuando en la creación, nosotros y el mundo todo, salíamos de sus manos.

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