El milagro de una bolsita de terciopelo
Dedicado al Doctor Alfonso Mateos
El año pasado por estas fechas estaba convaleciente de un nuevo ingreso en un centro sanitario. El día primero de año tenía la firme y fundada convicción de que sería el último que lo celebraba por aquí abajo. No era la primera vez que me ocurría, por eso había dispuesto de tiempo para asumir la realidad y perderle el miedo irracional e instintivo a lo que se dice que es la causa profunda de todos nuestros miedos, la muerte. Tuve tiempo para hacer varios repasos a mi vida y en todos llegué a la misma conclusión: Ni he combatido todo lo bien que debiera mi combate ni llego vencedor a la meta, pero, ni creo que sea la última meta sino el final de la penúltima etapa, ni veo, con el Evangelio en la mano, y en consonancia con lo predicado, a un riguroso juez olímpico, cronómetro y escaleta en mano; sino a un padre bondadoso y misericordioso, bueno, pero no bobalicón, que ya sabe que mis EPOCs, enfermedades oclusivas crónicas que también ocluyen espíritus, me impidieron muchas veces combatir bien y correr más.
No fue fácil llegar a estas conclusiones, acostumbrado como estaba a hacer examen exclusivamente de lo que había hecho mal. Menos mal que en tiempos de mayor silencio puedo pensar más y mejor, porque no me interrumpe mi tantas veces hueca palabrería.
Después de un año sigo aquí y no voy a decir como tópico por mí tantas veces repetido: “gracias a Dios”. No. Digo:¡¡Gracias, Dios!!
No sé por qué me concedieron otra prórroga más. Sólo sé algo de cómo me la concedieron. Si quieres, sigue leyendo y te lo cuento y si no quieres, tan amigos. Eres muy libre. ¡Faltaría más!
¿Sigues ahí?... Pues verás:
Resulta que se echó sobre mí la noche. No se hizo de noche repentinamente. No. Fue cosa de varios días, pero pocos fueron necesarios para que reinase sobre mí la oscuridad casi total. Aunque había lunar yo no lo veía, porque prefería tener cerradas las contraventanas y bajadas las persianas como signo de un forzado recogimiento que, más bien, era un replegarme sobre mí mismo. A pesar de la oscuridad no era capaz de conciliar un sueño profundo y reparador, en parte por miedo a no despertar y morirme por un fallo de respiración, que también se dice por falta de vida. La negrura se iba haciendo cada vez más espesa y pesada, llegando al punto de que ella misma me oprimía el pecho. Ni ánimos tenía para encender la luz de la habitación, porque estaba convencido de que no me serviría de nada, ya que, a mi entender, no había luz capaz de cortar tanta oscuridad y abrirse paso.
De vez en cuando parecía que se encendía una lucecita parpadeante dentro de mí mismo, pero, por más que trataba de agarrarme a ella con fe, no lograba evitar temores ante las inseguridades de lo creído, pero desconocido. Sospecho que esa lucecita interior mía no alumbraba con mayor intensidad, porque no me había preocupado mientras pude de recargarle la batería como debiera en la lucecita del sagrario o de aprovisionarme de aceite del bueno para lámparas de invitados al banquete.
Tenía la convicción de que muy pronto ya no habría para mí un nuevo amanecer. Y creo que quienes me acompañaban sospechaban lo mismo, aunque no me decían lo que pensaban para que yo dejase de pensar lo que no decía.
Con estas cavilaciones y rendido por el esfuerzo de vivir para respirar y no a la viceversa como es lo habitual, entré en una especie de sopor que me fue envolviendo como una nube y me sumió en la semiinconsciencia.
Volver la vista atrás me atemorizaba, y a mirar hacia adelante no me atrevía.
Entonces escuché:
-No te des por vencido. Soy un Rey Mago, sembrador de ilusiones, que te quiere devolver la tuya, pero no contra tu voluntad.
Le respondí en voz muy baja, para no malgastar alientos que me faltaban:
-No estoy en condiciones de recuperar ilusiones que ya no podrán hacerse realidad. ¿Qué ilusiones puede haber cuando se llegó a la meta? ¿Para qué quiero ilusiones incapaces de reconvertir en luz la oscuridad que me oprime?
Entreabrí los ojos y sin encender la luz atisbé a un rey mago a mi lado y pensé:
-¡Pobre de mí que ya comienzo a delirar!
Volví a cerrar los ojos apretando los párpados hasta que me dolieron y seguí escuchando:
-Te compadezco, amigo, pues te veo dispuesto a apearte del tren en alguna estación anterior a la que te corresponde, o, en el caso de no bajarte, a negarte a mirar por la ventanilla y contemplar el paisaje. ¿Crees que viajarás más a gusto a oscuras?
-Mi viaje está terminando. Déjeme, por favor, y no pierda más tiempo conmigo. Siga su camino con quienes pueda ser más eficaz.
Insistió el Mago:
-Nuestros caminos suelen ser improvisados e imprevisibles. Tampoco nosotros teníamos muy claro entonces cuál sería nuestro destino. Es cierto que nos guiaba una estrella, pero no nos daba seguridad total y por veces incluso se apagaba. ¿Sabes? Era algo semejante a esa lucecita que se enciende y se apaga dentro de ti. Con todo, nos valió mucho la pena seguir caminando y no detenernos ante las dificultades, ni siquiera ante los herodes asesinos de ilusiones y de futuros. Mira, te voy a dejar esta pequeña bolsita de terciopelo rojo atada con un cordoncito dorado. No la abras hasta por la mañana y así tendrás motivo para esperar un nuevo amanecer. Antes de despedirme te voy a subir la persiana para que vuelvas a saber cuando vuelve a ser de día otra vez.
Mi cabeza era un torbellino. ¿Quién le había hablado a él de una lucecita interior? Tenía que ser todo fruto del delirio. No estoy seguro de si le di las gracias. Probablemente no; porque hasta que vi por la mañana la bolsita de terciopelo todo me parecía obra de mi calenturienta fantasía. Pero algo me confundía. Volvía a sentir necesidad de ver abrir el día y de salir de las tinieblas de aquellas largas noches.
Cuando empezaba a ser día y abrí la bolsita sólo encontré en ella un papelito doblado que decía: “Nunca renuncies antes de tiempo a las escaleras que te pueden ayudar a salir del abismo. Sigue subiendo, aunque por veces te parezca que se dobla la escalera. No dejes de apoyarte también en ti mismo, pero sobre todo apóyate en el AMIGO que se hace presente en los amigos, en los sanitarios, en la familia…”
Guardo con gratitud y cariño aquella bolsita de terciopelo rojo y cordoncito brillante dorado y cada vez que miro dentro de él puedo ver rostros de personas muy queridas y sentir incluso a Dios y todo eso sin delirar.
Se la presté a algunos y fue eficaz, pero no lo es con todos. Hay que aprender a mirar dentro.
El año pasado por estas fechas estaba convaleciente de un nuevo ingreso en un centro sanitario. El día primero de año tenía la firme y fundada convicción de que sería el último que lo celebraba por aquí abajo. No era la primera vez que me ocurría, por eso había dispuesto de tiempo para asumir la realidad y perderle el miedo irracional e instintivo a lo que se dice que es la causa profunda de todos nuestros miedos, la muerte. Tuve tiempo para hacer varios repasos a mi vida y en todos llegué a la misma conclusión: Ni he combatido todo lo bien que debiera mi combate ni llego vencedor a la meta, pero, ni creo que sea la última meta sino el final de la penúltima etapa, ni veo, con el Evangelio en la mano, y en consonancia con lo predicado, a un riguroso juez olímpico, cronómetro y escaleta en mano; sino a un padre bondadoso y misericordioso, bueno, pero no bobalicón, que ya sabe que mis EPOCs, enfermedades oclusivas crónicas que también ocluyen espíritus, me impidieron muchas veces combatir bien y correr más.
No fue fácil llegar a estas conclusiones, acostumbrado como estaba a hacer examen exclusivamente de lo que había hecho mal. Menos mal que en tiempos de mayor silencio puedo pensar más y mejor, porque no me interrumpe mi tantas veces hueca palabrería.
Después de un año sigo aquí y no voy a decir como tópico por mí tantas veces repetido: “gracias a Dios”. No. Digo:¡¡Gracias, Dios!!
No sé por qué me concedieron otra prórroga más. Sólo sé algo de cómo me la concedieron. Si quieres, sigue leyendo y te lo cuento y si no quieres, tan amigos. Eres muy libre. ¡Faltaría más!
¿Sigues ahí?... Pues verás:
Resulta que se echó sobre mí la noche. No se hizo de noche repentinamente. No. Fue cosa de varios días, pero pocos fueron necesarios para que reinase sobre mí la oscuridad casi total. Aunque había lunar yo no lo veía, porque prefería tener cerradas las contraventanas y bajadas las persianas como signo de un forzado recogimiento que, más bien, era un replegarme sobre mí mismo. A pesar de la oscuridad no era capaz de conciliar un sueño profundo y reparador, en parte por miedo a no despertar y morirme por un fallo de respiración, que también se dice por falta de vida. La negrura se iba haciendo cada vez más espesa y pesada, llegando al punto de que ella misma me oprimía el pecho. Ni ánimos tenía para encender la luz de la habitación, porque estaba convencido de que no me serviría de nada, ya que, a mi entender, no había luz capaz de cortar tanta oscuridad y abrirse paso.
De vez en cuando parecía que se encendía una lucecita parpadeante dentro de mí mismo, pero, por más que trataba de agarrarme a ella con fe, no lograba evitar temores ante las inseguridades de lo creído, pero desconocido. Sospecho que esa lucecita interior mía no alumbraba con mayor intensidad, porque no me había preocupado mientras pude de recargarle la batería como debiera en la lucecita del sagrario o de aprovisionarme de aceite del bueno para lámparas de invitados al banquete.
Tenía la convicción de que muy pronto ya no habría para mí un nuevo amanecer. Y creo que quienes me acompañaban sospechaban lo mismo, aunque no me decían lo que pensaban para que yo dejase de pensar lo que no decía.
Con estas cavilaciones y rendido por el esfuerzo de vivir para respirar y no a la viceversa como es lo habitual, entré en una especie de sopor que me fue envolviendo como una nube y me sumió en la semiinconsciencia.
Volver la vista atrás me atemorizaba, y a mirar hacia adelante no me atrevía.
Entonces escuché:
-No te des por vencido. Soy un Rey Mago, sembrador de ilusiones, que te quiere devolver la tuya, pero no contra tu voluntad.
Le respondí en voz muy baja, para no malgastar alientos que me faltaban:
-No estoy en condiciones de recuperar ilusiones que ya no podrán hacerse realidad. ¿Qué ilusiones puede haber cuando se llegó a la meta? ¿Para qué quiero ilusiones incapaces de reconvertir en luz la oscuridad que me oprime?
Entreabrí los ojos y sin encender la luz atisbé a un rey mago a mi lado y pensé:
-¡Pobre de mí que ya comienzo a delirar!
Volví a cerrar los ojos apretando los párpados hasta que me dolieron y seguí escuchando:
-Te compadezco, amigo, pues te veo dispuesto a apearte del tren en alguna estación anterior a la que te corresponde, o, en el caso de no bajarte, a negarte a mirar por la ventanilla y contemplar el paisaje. ¿Crees que viajarás más a gusto a oscuras?
-Mi viaje está terminando. Déjeme, por favor, y no pierda más tiempo conmigo. Siga su camino con quienes pueda ser más eficaz.
Insistió el Mago:
-Nuestros caminos suelen ser improvisados e imprevisibles. Tampoco nosotros teníamos muy claro entonces cuál sería nuestro destino. Es cierto que nos guiaba una estrella, pero no nos daba seguridad total y por veces incluso se apagaba. ¿Sabes? Era algo semejante a esa lucecita que se enciende y se apaga dentro de ti. Con todo, nos valió mucho la pena seguir caminando y no detenernos ante las dificultades, ni siquiera ante los herodes asesinos de ilusiones y de futuros. Mira, te voy a dejar esta pequeña bolsita de terciopelo rojo atada con un cordoncito dorado. No la abras hasta por la mañana y así tendrás motivo para esperar un nuevo amanecer. Antes de despedirme te voy a subir la persiana para que vuelvas a saber cuando vuelve a ser de día otra vez.
Mi cabeza era un torbellino. ¿Quién le había hablado a él de una lucecita interior? Tenía que ser todo fruto del delirio. No estoy seguro de si le di las gracias. Probablemente no; porque hasta que vi por la mañana la bolsita de terciopelo todo me parecía obra de mi calenturienta fantasía. Pero algo me confundía. Volvía a sentir necesidad de ver abrir el día y de salir de las tinieblas de aquellas largas noches.
Cuando empezaba a ser día y abrí la bolsita sólo encontré en ella un papelito doblado que decía: “Nunca renuncies antes de tiempo a las escaleras que te pueden ayudar a salir del abismo. Sigue subiendo, aunque por veces te parezca que se dobla la escalera. No dejes de apoyarte también en ti mismo, pero sobre todo apóyate en el AMIGO que se hace presente en los amigos, en los sanitarios, en la familia…”
Guardo con gratitud y cariño aquella bolsita de terciopelo rojo y cordoncito brillante dorado y cada vez que miro dentro de él puedo ver rostros de personas muy queridas y sentir incluso a Dios y todo eso sin delirar.
Se la presté a algunos y fue eficaz, pero no lo es con todos. Hay que aprender a mirar dentro.