Austeridade

Una de las primeras impresiones al llegar a Islandia es el hecho de que mi nivel de vida ha se ha precipitado como los mojones del tío alto del chiste. Intuía lo que me he esperaba, pero hasta que no lo experimentas en carne viva no te das cuenta de lo que significa ser pobre. Durante años fui religioso con voto de pobreza, pero es ahora cuando vivo realmente las precariedades de una economía breve, como dicen mis compañeras brasileras.

“El obrero merece su salario”, pero un vistazo al cepillo de Islandia es un asome a la desolación: la colecta no llega ni a 40 euros al mes. En Mendoza, parroquia gigante llena de fiestas patronales, misas de todo tipo y sacramentos, los curas ganábamos casi para cubrir nuestras necesidades cotidianas y los gastos de la pastoral (si exceptuamos el carro); aquí, en esta remota y enorme frontera, los misioneros vivimos de lo que nos envían de nuestros países de origen. Comemos gracias a la generosidad de otros lejanos, nosotros no ganamos nada.

Más bien al revés: la misión nos cuesta. Lo que antes me servía para ayudar a la gente y para cosas personales (porque la parroquia me proveía de todo lo esencial), ahora tengo que emplearlo en la compra cotidiana de alimentos, el mantenimiento de la casa… y los gastos normales de la tarea parroquial (desplazamientos, el cirio pascual que he pagado de mi bolsillo, libros, rotuladores etc. etc.): vivir y trabajar. Eso hace extremar la austeridad; yo nunca fui por ahí de misionero platudo por opción, pero ahora es por obligación. No podemos dar porque “¿de dónde?”, como dicen acá.

Y luego está, por el otro extremo, la realidad de los precios: la frontera reduce tu poder adquisitivo como los jíbaros las cabezas porque todo cuesta una barbaridad. En Islandia peor porque no hay chacras, vivimos sobre el agua y por tanto no se cultiva y todo hay que traerlo de fuera. Así que vas a comprar acelgas y te encuentras con que un kilo vale 15 soles, cuando en Iquitos tal vez esté a 2. Un par de papas y tres cebollas 7 soles, 2 euros, ¡esunescándalounabuso! en idioma de Mafalda. Como todo el mundo, tenemos que hacer cuentas para llegar a fin de mes, y eso nos iguala en la lucha diaria por salir a flote (jaja, nunca mejor dicho). Es una solidaridad en la estrechez con todos nuestros vecinos.

Pero el primer problema es el agua. Es una paradoja: durante los meses de la creciente del río no vemos el suelo y vivimos rodeados de agua, pero no hay agua en las casas; resulta que las tuberías que llevan el suministro municipal van bajo tierra (claro) hasta llenar los depósitos domésticos, pero cuando el Yavarí crece esas cajas hay que subirlas para evitar que queden sumergidas, y entonces el sistema de bombeo ya no tiene presión suficiente para hacer remontar el agua y llenar los depósitos. Resultado: hay que estar recogiendo constantemente agua de lluvia para beber, lavar la ropa, los platos… Y siempre con el reflejo de no desperdiciar el agua, porque si durante muchos días seguidos no llueve, solo queda botarse al río.

La escasez lo vuelve todo muy difícil. La impresora de la misión no tiene tinta ni se pueden conseguir los cartuchos hasta Iquitos. Hoy no hemos logrado encontrar una grapadora en todo el pueblo, ni una lata de pintura marrón. Ni helados, ¡ni queso (que es más grave)!. Y hacer fotocopias ha sido una odisea; al final en la municipalidad nos han brindado su máquina, una pequeña multifunción… pero llevando nosotros el papel.

Si quieren les hablo de la casa, o mejor lo dejamos para otra entrada porque ya van a cortar la luz (son las 10:50 de la noche). En la capilla (eso sí tenemos) hay una tela con el lema de mis compañeras: “Itinerancia Austeridade”. Yo deseaba vivir más humildemente, compartir más la
pobreza de esta gente; pues lo he conseguido. Y no es fácil. Ojalá mi sensibilidad se impregne de esta sencillez, de modo que no solo “la soporte”, sino que aprenda a amarla como parte de mi espiritualidad para que me enriquezca y me haga crecer.

César L. Caro
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