Ocho días en el Santuario de Loyola, un regalo inmenso Hacer ejercicios en un monumento
Loyola es una belleza hecha edificio, una suerte de materialización de la historia y la espiritualidad ignacianas, el emplazamiento de encuentros profundos con Dios de miles de personas durante quinientos años, entre ellas Ignacio, Arrupe y tantos otros.
Pero si hay un rincón especialmente impregnado de vida en Dios es la capilla de la conversión. Ha sido el escenario de los instantes más intensos, de mayor intimidad y carga afectiva. Mirando la leyenda “Aquí se entregó a Dios Íñigo de Loyola” he atesorado inspiraciones, claridades, reformas, trabajos interiores... Y las cuestiones en las que, definitivamente, no me puedo engañar.
Ni más ni menos. Porque eso es lo que es Loyola: una belleza hecha edificio, una suerte de materialización de la historia y la espiritualidad ignacianas, el emplazamiento de encuentros profundos con Dios de miles de personas durante quinientos años, entre ellas Ignacio, Arrupe y tantos otros. Ha sido un regalo inmenso hacer ejercicios acá; ocho días que recordaré toda mi vida.
Lo necesitaba imperiosamente: no dar ni preparar nada yo, sino que me dieran ejercicios a mí. Y quería no una tanda específica para sacerdotes o religiosos, sino algo abierto, donde pudiera participar cualquier persona, y yo como uno más, discípulo, llegando con mi realidad, atento a escuchar lo que el Señor me quisiera ofrecer, dispuesto a todo.
Estas fechas me cuadraban, y el facilitador era un jesuita llamado Javier Alberdi; pregunté por ahí pero nadie decía conocerlo, de modo que formaba parte de eso de llegar sin nada preconcebido. Javier es ya mayorcito y vasco vasco, solo le faltaría ponerse la txapela, pero ha pasado casi toda su vida en Venezuela. Esa experiencia -que constantemente él traía-, junto con su modo de ser, su manera directa y simple de hablar, su imagen de Dios tan entrañable, y su humor (por momentos parecía un monologuista), han hecho de los puntos ratos únicos. Las carcajadas resonaban en la sala y alguna de las monjitas se escandalizaba un poco.
De hecho el grupo era bien variopinto. Había varios laicos, entre ellos un matrimonio; tres o cuatro sacerdotes, y el resto religiosas. Se apreciaba el fenómeno que creo que es casi general en el personal religioso en España: la gente joven, todos sudamericanos, indios o africanos; los mayores, españoles. Una hermana era peruana, de Cutervo. Y había dos canarias, mamás de familia, Lourdes y Mariella, que son con quienes mejor he conectado. Qué bien han hecho los ejercicios, cómo han entrado, qué bonito ejemplo me han dado.
Me sorprendió de entrada que los puntos fueran antes de almorzar, a las 12:45, y a las 9:45 ¡de la noche! Ahí Javier ofrecía la propuesta para la mañana del día siguiente. Al principio me costó un poco, pero después le encontré el sabor. Durante la noche, mientras duermes, la mente y el corazón rumian lo que has escuchado, y ya te levantas “no dando lugar a unos pensamientos ni a otros”, más bien centrado en “lo que voy a contemplar”, como explica San Ignacio en los números 73 y 74 de los Ejercicios. Y en general Javier daba poco material, de manera que te quedaba mucho tiempo para organizarte y hacer también otras cosas que te apetecían o necesitabas. Incluso dejó todo un día libre. ¡Me ha encantado!
La casa de por sí es la primera ayuda para sintonizar con el Espíritu. Todo está exquisitamente cuidado y decorado con elegancia y gusto: las capillas, las salas, Gogartea, las habitaciones, el solarium… La comida, magnífica: jamón en el desayuno y máquina de café y bebidas variadas todo el día. Lavandería donde se seca la ropa al toque. Hay un inmenso espacio natural para poder pasear, algo esencial en los ejercicios. El jardín es espectacular y subir al monte, saludando a las ovejas, permite disfrutar de un paisaje y de un silencio realmente inigualables. Desde lo alto se ve la veleta de la basílica, una preciosa iglesia redonda construida junto a la casa-torre natal de San Ignacio, el corazón del todo el complejo.
Pero si hay un rincón especialmente impregnado de vida en Dios es la capilla de la conversión, los antiguos aposentos de la casa-torre donde el santo, convaleciente de la herida en la pierna, leyendo libros, descubrió a Jesús. Ha sido el escenario de los instantes más intensos, de mayor intimidad y carga afectiva, al menos para mí. Mirando la leyenda “Aquí se entregó a Dios Íñigo de Loyola” he atesorado las inspiraciones, claridades, reformas que he de consolidar y trabajos interiores necesarios que Diosito me ha inspirado. Y las cuestiones en las que, definitivamente, no me puedo engañar.
La bonita interacción entre los componentes del grupo, en total silencio los ocho días, ha sumado para que todo haya sido redondo. La última noche nos despachamos a gusto compartiendo, y sin darnos cuenta hemos sido importante unos para otros. Con Mariella y Lourdes comentábamos cuánta sed de espiritualidad, tal vez no de “religión”, vemos que hay hoy en día, en medio de la tan cacareada superficialidad… Es esperanzador.
Y por supuesto, como era de esperar, he pasado todos estos días con mi Mamá. Recordando, llorando, aceptando, aprendiendo, y sobre todo agradeciendo. La encontré por todas partes, muy dentro de mí, con dolor, pero con serenidad, y también con orgullo y mucho amor. Amor que “desciende de arriba” (Ejercicios 184 y 237), de ella, de Dios.