La falta de misioneros, personas que realmente quieran estar en la Amazonía, que hagan una opción de vida, esa es la cuestión Querida Amazonía... ¿para quién?
Sin misioneros no hay misión, este es el recurso fundamental, mucho más decisivo y difícil de encontrar que la plata. Misioneros auténticos, como los clásicos, que vengan a enterrarse a la selva, sin retorno.
Porque es una cuestión de pasión, una marea que te arrastra, un fuego que te consume, algo tan grande que te ves dentro de eso, no puedes manejarlo, como cuando estás enamorado. No es una función o un trabajo que podrías cumplir igualito en tu país que en el lugar de misión, es la entrega de tu propia vida entera, sin condiciones, pase lo que pase y para siempre.
Cita ineludible en mis paseos por la triple frontera, ahora y cuando vivía por allí, es una visita a Adolfo Zon, el obispo de la amazónica diócesis de Alto Solimoes, vecina de nuestro vicariato en la parte brasilera. Esta vez quedamos en la curia, las oficinas del obispado situadas en una de las torres de la catedral.
Como ya conté aquí (“Un obispo bien salao” – 8 de octubre de 2018), Adolfo es un personaje tan simpático como interesante para quienes amamos la Amazonía y pretendemos dejarnos los huesos por estas tierras: misionero hasta la médula y con hartísimas horas de vuelo, experto en metodología pastoral, hombre rápido y resolutivo, defensor de la corresponsabilidad de los laicos y, por si fuera poco, gallego.
Con palabra fácil Adolfo comparte avatares, proyectos y barrizales por donde navega su diócesis, poseedor de un realismo optimista salpimentado con un sentido del humor marca de la casa. Desde que nos conocemos sueña con un trabajo conjunto de las iglesias de frontera, y especialmente en el Yavarí, que es una inmensidad que se podría recorrer juntos dando una dimensión nueva a la tarea misionera. Le cuento la experiencia del alto Putumayo y se muestra entusiasmado. “Hay que comenzar aunque sea por poquito”.
Con naturalidad vamos profundizando hacia temas de fondo sobre la misión, e inevitablemente sale el espinoso asunto de la falta de misioneros. No de sacerdotes o religiosas prestados por un año o trasladados para cubrir huecos, sino personas que realmente quieran estar acá, que hagan una opción por la Amazonía; y entonces Adolfo verbaliza un reclamo recurrente en tantas conversaciones: “Por desgracia no se encuentran, nadie quiere venir. Tanto bla bla bla con el Sínodo, Querida Amazonía y tal… Pero me pregunto: “querida Amazonía, ¿para quién?”.
Jejeje. Es una manera muy expresiva de plasmar una cruda realidad: “El misionero, caro mío, he ahí el problema. Y el Sínodo no dice una palabra sobre el misionero”. Repaso mentalmente y me temo que es cierto. “Pero tú estabas allí, le digo, ¿por qué no dijiste tú algo?”. Me acepta la crítica y sigue a la carga. La inculturación, el diálogo intercultural, la Iglesia con rostro amazónico, todo está muy bien… “la cuestión es quién”.
Sí, es ahí donde las papas queman. Sin misioneros no hay misión, este es el recurso fundamental, mucho más decisivo y difícil de encontrar que la plata. Me refiero a misioneros auténticos, como los clásicos, que vengan a enterrarse a la selva, sin retorno; no agentes pastorales que acepten ir a la misión a prestar un servicio de uno o dos años, con todos mis respetos y agradecimiento hacia ellos. En tan poco tiempo no logramos descalzarnos, aprender y reinventarnos, por muy buena voluntad que tengamos. Queramos o no, uno camina con un pie en el estribo y la misión ad gentes no pasa de bonita anécdota en el curriculum.
Porque es una cuestión de pasión, y esta palabra brota de los labios de Adolfo en varios momentos del encuentro, y me hace sintonizar plenamente. Pasión es una marea que te arrastra, un fuego que te consume, algo tan grande que te ves dentro de eso, no puedes manejarlo, como cuando estás enamorado. No es una función o un trabajo que podrías cumplir igualito en tu país que en el lugar de misión (recuerdo que alguien me dijo así para animarme a dar el salto al Perú), es la entrega de tu propia vida entera, sin condiciones, pase lo que pase y para siempre.
Estas son las personas que necesitamos, y nosotros mismos, los que ya por estos ríos surcamos, necesitamos aspirar a serlo. Escribo esto en San Pablo, al final de mi visita a cinco puestos de misión del Bajo Amazonas, y hace un rato encontré, mirando entre los viejos libros de la estantería de la casa, un ”Catecismo para comunidades de la selva”, un librito de formación básica breve, eficaz… y adaptado a nuestra gente, ¡hecho por los mismos misioneros de hace 35 años! Ellos, los clásicos, que durante décadas de acompañamiento a estos pueblos lograban conocer lenguas, culturas y caracteres, estaban en disposición de hazañas así.
Sobre la pared de la oficina de Adolfo hay una pintura de uno de sus predecesores, un Mons. Adalberto Marzi que fue obispo en este rincón selvático la friolera de 29 años. Me cuenta que le gusta verlo ahí porque siempre recuerda su consejo favorito a los misioneros: “Paciencia… mucha paciencia… y más paciencia”. No es mal programa para los que nos atrevemos a querer a la Amazonía.