Sábado Santo bajo el huayco
Después de todita la mañana sin parar preparando cosas para la vigilia de Mendoza, había logrado llegar a Omia sobre las 2 y media, con algo de tiempo para almorzar y pegar un pestañazo hasta las 4, hora en que había quedado con un grupo de gente para armar la vigilia de allí. Aparqué la moto en la plaza, frente a la catedral, ya cayendo tremendo aguacero, y durante toda la siesta el lluvión no dio tregua. De modo que estábamos maquinando cómo vamos a proyectar dentro de la iglesia y dónde íbamos a encender el fuego, cuando desde la puerta un grito nos sobresaltó: “¡¡¡¡La quebrada!!!!”
Yo al principio no sabía de qué se trataba, pero rapidito reparé en las caras de pánico de Junior, Jamil, Delmi y la tía Mila. Salimos zumbando y en la plaza nos cruzamos ya con grupos de gente corriendo hacia la banda (el otro lado del río), gritando despavoridos. Recuerdo que el rato que estuve dormitando escuchaba un pum-pum, y creí que era un parlante de alguna fiesta, pero me explicaron más tarde que son los golpes de las piedras al bajar el huayco. Porque de eso se trataba, de un huayco: un terrorífico alud de lodo, piedras y palos que se forma al descolgarse el agua acumulada en la altura, que se precipita por la ladera del cerro y lo arrasa todo a su paso.
“¡Vamos arriba, a Huarango!” – grita Nancy, y casi sin tiempo para coger nada enfilamos calle arriba, hacia la parte alta del pueblo. El run-run continúa, como si de unos tenebrosos tambores de guerra se tratase, y el olor a barro movido se cruza con los bramidos de aviso y algunos llantos. Aún no he creído que la cosa sea muy grave, y de hecho nos acercamos a uno de los puentes para hacernos unas fotos (la tía Mila sale con cara de circunstancias) y bromeamos, pero pronto se nos borrarán las sonrisas. Llegamos arriba y vamos a mirar la zona por la que se carga y desciende la quebrada, justo cuando oímos como un inmenso rugido, el huayco se desprende y comienza a bajar delante de nuestros ojos.
Don Helí está a unos quince metros de la catarata de lodo y lo vemos salvarse por los pelos, pero su cafetal desaparece bajo la avalancha de barro, rocas y palos que avanza incontenible hacia el pueblo, con un ruido aterrador. Es impresionante y espantoso, ahora sí que siento miedo y comprendo que nuestra vida está en peligro. Las mujeres chillan, los niños lloran, se escucha alguna oración, suben ecos de voces de hombres. ¿Qué habrá pasado abajo, en el cercado, por la plaza? Por prudencia esperamos un poco más antes de regresar.
Alguien me pregunta si va a haber misa. Ni me lo he planteado, tal como está la situación. ¿Pero y la vigilia de Mendoza, que me toca a mí? Reflexiono un momento, miro a mi alrededor, es terrible… No creo que pueda salir de aquí en moto (por cierto, ¿qué habrá sido de ella?), pero es que creo que es acá donde debo estar, con esta gente, tal como me veo: sudando a chorros, lleno de barro hasta los ojos y con un pico en la mano, achicando fango. Localizo al padre Juan Manuel, nuestro compañero ya jubilado, y le pido que vaya a Mendoza a la vigilia. Yo permaneceré hoy junto a mi pueblo. La noche de Pascua, el paso de la muerte a la vida, será para mí, como para todos, luchando contra el huayco.
No hace falta decir lo bien que se portaron conmigo; me dieron ropa seca, comida y cama, y alguien incluso se preocupó de poner a salvo mi moto. De hecho, lo mejor del ser humano emerge en este tipo de situaciones límite. Es una aventura humilde: no hice ninguna hazaña, ni resolví nada importante o imprescindible. Pero estuve con la gente en esos momentos críticos, y sé que lo agradecen con esa sincera discreción de los huayachos. Por esta vez no hubo cirio pascual, ni Aleluya, ni recuerdo del Bautismo, ni chocolate al final de la Vigilia; pero sí hubo Resurrección, y tal vez más auténticamente vivida: la solidaridad, el compartir, la fraternidad. Luz que ningún lodo puede sepultar.
César L. Caro