Una conducta que deja estupefacto por lo estúpida “Sostenella y no enmendalla”
Alguien comete un error de bulto o toma una mala decisión, sin que pueda haber dudas al respecto. Cuando se le reclama, la persona reconoce que sí, que ha hecho eso; pero no solo no admite su evidente error ni pide disculpas, sino que construye un edificio de justificaciones e incluso se enoja y ataca a quien le cuestiona, y acude a una instancia superior para quejarse del supuesto abuso del que es víctima.
He asistido varias veces en los últimos meses a una conducta que me ha dejado estupefacto por lo estúpida. Aunque estas dos palabras tienen la misma raíz latina (stupidus), no significan lo mismo: yo me quedé atónito, pasmado, ante una actitud tan necia o falta de inteligencia.
Alguien comete un error de bulto o toma una mala decisión, sin que pueda haber dudas al respecto. Hasta ahí, todo normal y humano. Entonces otra persona, que está, digamos, “por encima” de la primera en responsabilidad (aunque ahí radica parte de la reacción fallida), se lo hace notar y le pide una explicación ante algo que es a todas luces incorrecto.
Cuando se le reclama, la persona reconoce que sí, que ha tomado esa decisión o ha hecho eso por lo que se le cuestiona; pero a pesar de que, como digo, el asunto es flagrante y garrafal, la persona no solo no admite su evidente error, sino que construye un edificio de justificaciones, a veces de calibre muy sofisticado, para tratar de explicar su acción y volverla, si no plausible, aceptable.
“Lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia”. Esta frase de Ramón y Cajal, citada por mi hermana Mª Elena hace poco en facebook, es muy certera. El ser humano es maestro en justificarse, ya avisó San Ignacio, todo podemos disfrazarlo, envolverlo, hacerlo tragar e incluso creernos nuestro propio cuento engañándonos a nosotros mismos.
Hasta el punto de soltar una tontería de récord: “Volvería a hacer exactamente igual”, es decir, “Sostenella y no enmendalla”. Esta es una expresión del Siglo de Oro español, época en que las disputas y ofensas se resolvían a las bravas, mediante duelo a espada. Muchas eran las ocasiones en las que algún hidalgo caballero podía desenvainar su arma, sosteniéndola en alto dispuesto a pelear con un contrincante ante lo que creía un agravio; pero a pesar de ser advertido de que andaba equivocado (quizás porque había entendido mal), prefería seguir con su postura y no guardar la espada, rectificar o retractarse (enmendarla).
Todos nos equivocamos, pero insistir y no corregir un fallo sabiendo que lo hemos cometido (porque a la persona se le dice), normalmente causa un daño peor. Me pregunto a qué se deberá este empecinamiento… ¿será por orgullo? ¿por mantener las apariencias? ¿por mera cabezonería prima hermana de la estulticia?
Pero todavía viene lo más increíble. La persona, al verse acorralada, no solamente no pide disculpas, sino que, con la espada todavía desenvainada, se enoja con quien le ha requerido, le responde con violencia y hasta le grita (mis oídos son testigos de furias telefónicas), echándole la culpa de lo sucedido: “Es que, como tú dijiste que… blablablá”. Asombroso: alguien la encharca claramente, le reconvienes por ello… ¡y la culpa la tienes tú!
Persistir en el error ocultándolo detrás de la dignidad supuestamente ofendida. “¡Quién eres tú para hablarme así!”, y entonces acude a una instancia superior para quejarse del supuesto abuso del que es víctima, desviando el foco del desacierto primero. Constato que a menudo estas personas siembran el temor a que el conflicto lleve irremediablemente a la ruptura, abocando a jefes temerosos a caer en la tentación de pasar por alto los desacuerdos y enfrentamientos encontrando soluciones superficiales y no de fondo, de buscar la armonía a cualquier precio, el bien de la paz aparente. Pero ese es otro tema.
Mis elecciones oblicuas, mis equivocaciones y mis meteduras de pata son mi primer yacimiento de aprendizaje. Ojalá sepa sumergirme de cabeza en mis decisiones de mierda, analizarlas y comprender qué ha pasado con realismo y buen humor. Seguramente eso me hará más sabio y más humilde, para pedir perdón cuando toque y conducirme en todo momento con el acero envainado, como uno más de esta humanidad limitada y falible.
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