Una negligencia con los pasajes aéreos no nos permite regresar a Iquitos desde el alto Putumayo Varados en Soplín Vargas

Jimmy Goñas, Verónica Rubí y Pablo Jareño
Jimmy Goñas, Verónica Rubí y Pablo Jareño César Caro

Nos vemos obligados a quedarnos acá en una semana entera: del 21 al 28 de agosto. Siete días atascados, ni más ni menos. A principio no te lo puedes creer, piensas que habrá una solución. A continuación te angustias un poco (unos diez minutos), y después simplemente lo vas aceptando con calma. “Por algo será”, dice la gente, con esa intuición sencilla de la providencia divina: algún propósito tendrá Diosito con esto.

Solo hay una manera de llegar acá: en hidroavioneta. Bueno, también por el río, en lancha, navegando Amazonas abajo hasta entrar en Brasil, alcanzar la boca del Putumayo y remontarlo unos mil kilómetros; seguramente más de un mes de viaje. Es mejor la primera opción, pero tiene sus riesgos porque solo hay vuelos una vez a la semana.

Y uno de los peligros, posibles accidentes aéreos aparte, es que suceda algo que impida volar. Como por ejemplo un error de la agencia, y esto es lo que nos ha pasado a Verónica y a mí: cuando vamos a comprobar la lista de pasajeros para el regreso a Iquitos, no aparecemos en ella. A pesar de que los boletos fueron separados y pagados con un mes de anticipación, y tras mil reclamaciones por teléfono, nada se pudo hacer: avión lleno, no hay cupos.

Nos vemos obligados a quedarnos en Soplín una semana entera: del 21 al 28 de agosto, que esperemos que sí sea posible y cruzamos los dedos. Siete días atascados, ni más ni menos. A principio no te lo puedes creer, piensas que habrá una solución, como por ejemplo ir por el río hasta Estrecho y buscar un vuelo desde allí, que son diarios; pero cuando me dijeron que “la línea” colombiana también estaba completa, se me cayó el alma a los pies.

A continuación te angustias un poco (unos diez minutos), y después simplemente lo vas aceptando con calma. Me puse a cancelar los compromisos que tenía a partir del 22: la jornada de confraternidad de los colegios en convenio y ODECs, visita a Pebas, pasada por Caballo Cocha, encuentro de los misioneros de la triple frontera… Viajes encadenados que caen como castillo de naipes cuando ocurre un incidente como este.

Confieso que, si hubiera sido hace diez años, me habría agarrado un colerón del quince. Pero la misión te enseña que las programaciones están todas prendidas con alfileres hasta que no se materializan. Me gusta hacer planes, es propio de mi personalidad y necesario en mi vida repleta de visitas y reuniones, pero asumo deportivamente que los imprevistos, percances, retrasos y cambios están en el contrato, y más en una realidad tan fluida como la selva.

Y desde este extremo del Putumayo estoy escribiendo. Estamos acá cuatro misioneros: Jimmy y Pablo, el equipo actual, y los visitantes Vero y yo. Hemos quedado varados y “por algo será”, como dice la gente, con esa intuición sencilla de la providencia divina: algún propósito tendrá Diosito con esto, y una mirada amable a estos días me deja descifrarlo con naturalidad.

Por una parte, me estoy reencontrando con el placer de ser amo de casa: hay que limpiar, cocinar, ir a la compra, lavar los platos, sacar la basura, hacer la colada. Como en mis Valles, y cuánto extraño esa normalidad que me iguala con los vecinos y me hace sentirme uno de tantos. Además, las labores cotidianas las hacemos juntos, porque se ha armado una comunidad, aunque sea circunstancial.

De pronto disponemos de tranquilidad y espacios para conversar, escucharnos, conocernos más. Se revela algún nudo humano y misionero que era preciso afrontar, diálogos necesarios que no se hubieran dado si el programa se hubiera cumplido. La oración de la mañana es un compartir; la eucaristía, una verdad sobre la misma mesa del almuerzo.

Como no hay electricidad hasta la noche y el internet está conectado a una batería del panel solar que está medio chueca, se puede disfrutar de la lentitud y el silencio; leer, meditar, orar, también escribir y hacer algunas llamadas pendientes. Acompañan los pájaros, risas lejanas de niños jugando, un motor frente al puerto, el rumor del viento que anuncia la lluvia. El gozo de no hacer nada.

Las personas que se acercan a la casa se sorprenden cuando les decimos que hemos tenido que quedarnos, pero sonríen. Los jóvenes gritaron “¡¡¿De verdad????!!” con una cara de felicidad que compensa todos los estropicios de la agenda. Vaya, parece que nuestra presencia es apreciada, qué lindo.

Hay otros detalles y aspectos de Misión Putumayo que podemos descubrir gracias a esta inopinada prórroga. Y sobre todo, rostros. Lo cuento en próximas entradas, que se me acaba la hoja y me voy a preparar el desayuno.

Volver arriba