El privilegio de acceder al camarín de la Virgen de Guadalupe y verla de cerca El ombligo de la luna

En la Basílica de Guadalupe
En la Basílica de Guadalupe

Cuando estuve ante Ella, un poderoso silencio me embargó, sus ojos se posaban sobre mí. No tenía casi nada que decir, porque Ella conocía lo que hay en mi vida. Apoyé mi frente en su manto, toqué su rodilla caminante con mi anillo, y la mano fue a mi corazón. Todo lo vivido estaba ahí, pero supe que la Madre estará atenta al futuro. Como mi mamá en sus últimos días. Sentí una ternura honda y confiada.

Hay algo fuertemente inspirador en este lugar; único, especial, magnético, envuelto en energía y a la vez pletórico de quietud por una presencia conmovedora. Apenas llevaba en México 24 horas y sentía que en la Basílica de Guadalupe ya había visto todo lo que tenía que ver. Era una certeza a medias.

Impresiona encontrar allá a tanta gente. No importa la hora, si hay misa o no… siempre una multitud a los pies de la Morenita del Tepeyac*. Bajo el altar mayor hay una cinta mecánica como la de los aeropuertos, pero cortita, de manera que las personas pueden pararse y contemplar el cuadro de la Virgen, y es un continuo río humano que se desliza, la veneración endulzando la vista alzada.

La celebración por los 75 años de los Misioneros de Guadalupe reúne a muchos sacerdotes y varios obispos, y es muy solemne, litúrgicamente impecable, ágil, bien preparada y conducida. Después de la comunión mencionan a los invitados llegados del extranjero para la ocasión, y nos vamos poniendo de pie: no creo haber recibido jamás un aplauso tan numeroso. A la salida, algunos curas no podemos resistir la tentación de hacernos unas fotos piratas (nos habían prohibido antes de comenzar) con la Madre de las Américas a la espalda. Reíamos, o yo cerraba los ojos, por la regañina del sacristán…

Desde que pisé la iglesia, todo el rato pensaba en mi mamá. Ese espacio me conectaba intensamente con ella, el recuerdo de sus últimos días, el consuelo doloroso de poder acompañarla, el amor que te brota a borbotones. Resultaba extraño y emocionante, porque ella nunca en su vida estuvo en México, pero justo allí la encontraba de forma genuina.

Un rato más tarde, durante la cena, a una cuadra, en la sede de Obras Misionales, nos anunciaron que algunos de los participantes íbamos a tener el gran privilegio de subir al camarín y ver a Tonantzin** muy de cerca. Igual que en nuestra tierra extremeña, la Virgen se voltea, y por detrás del altar se la puede contemplar ahicito, a centímetros. Solo permiten dos veces al mes, en grupos reducidos y previa solicitud al cardenal. Ninguno de los misioneros de Guadalupe, todos ellos mexicanos, había tenido esa oportunidad jamás, y yo, en mi primer día en este país, iba a disfrutarla. No lo podía creer.

Los canónigos, guardianes de Nuestra Señora, cuidan con esmero este momento. A los que estábamos en la selecta lista nos fueron nombrando para hacernos pasar a una sala contigua. Allí nos dieron unas instrucciones: serían tres minutos en grupos de 8; se puede tocar pues hay una mica protectora, pero con delicadeza; se permiten fotos, pero con el compromiso de no subirlas a las redes. A continuación, el p. Víctor Torres nos ofreció una breve charla acerca de la simbología de la Guadalupana que nos preparó a vivir el instante y me ayudó muchísimo. Gracias.

La imagen está impresa en el ayate o tilma, una especie de capa habitual en los indígenas que usaba Juan Diego, hecha de fibra de maguey (cactus). Cuando estuve ante Ella, un poderoso silencio me embargó, sus ojos se posaban sobre mí. No tenía casi nada que decir, porque Ella conocía lo que hay en mi vida. Apoyé mi frente en su manto, toqué su rodilla caminante con mi anillo, y la mano fue a mi corazón. Todo lo vivido estaba ahí, pero supe que la Madre estará atenta al futuro. Como mi mamá en sus últimos días. Sentí una ternura honda y confiada.

Esos tres minutos abarcaron mis 10 años como misionero en Perú, en América; también comenzó ahí la celebración de mis 25 años de ordenación; y arrancó este tiempo de pausa, de paréntesis. Estaba ante María entero, pero cansado; no estoy quemado, no estoy extenuado o al límite, pero necesito un reposo apacible, lento, sereno. Un descanso profundo, consciente, que me permita pacificar cosas, reubicar otras, rearmarme con la templanza, bucear en las vetas de mi entusiasmo, disponerme para remar hacia aguas más profundas. Todo esto Ella lo veía, y sonreía.

La Virgen está de pie sobre la luna. En su túnica está grabada la flor de cuatro pétalos Nahui Ollin, máximo símbolo náhuatl que representa el sol que va a nacer, la presencia de Dios, la plenitud, el centro del mundo. La palabra “México” se traduce como “el ombligo de la luna”; este país, este lugar es el centro del mundo, y la Guadalupana es el ombligo de ese centro. El ombligo me mantuvo unido a mi mamá, y ahora la conexión vital es a través de Ella. Nahui Ollin estaba también bordada en mi estola, y es signo de “siempre en movimiento”, de cambio, hacia adelante.

Continúo bajo el impacto de ese instante. Sé que debo regresar a la Basílica, solo, antes de irme a España. Y… también tendré que volver a México, el ombligo de la luna, junto a ella.

* El cerro donde tuvo lugar la aparición de María a Juan Diego Cuauhtlatoatzin el 12 de diciembre de 1531. Significa "cima o nariz de la colina".

** “Nuestra madre” en náhuatl: diosa azteca de la fertilidad, la creación, el nacimiento y la maternidad; patrona de la vida y de la muerte.

Volver arriba