La experiencia del Adviento en Alemania Una taza de vino bien caliente
Recién empiezo a comprender el sentido de la corona de Adviento, de la importancia de la luz en este clima tan frío con un invierno tan largo y oscuro. La gente se cansa de los días cortos, de la obligación de estar en la casa con la calefacción, de la ausencia del sol. El Adviento es mucho más relevante que en el sur, es un itinerario de celebración familiar: todos se reúnen el domingo en el desayuno y prenden la luz, en la espera del Señor, del buen tiempo, de la vida renacida. Para nosotros la corona es un mero adorno litúrgico.
“¿Prefieres que busquemos una misa en español?” – me preguntó Almudena. “No no, quiero ir a una Eucaristía dominical normal y corriente en la parroquia alemana, a ver cómo es”. En este caso, en el barrio de Riedberg, en Frankfurt, son los sábados; así que allí nos encajamos la víspera del primer domingo de Adviento a las 6:30 de la noche con 2 grados de temperatura.
Mientras caminamos se oye el segundo toque; me explica que hubo que bajar las campanas porque se malograron, fueron reparadas, y todavía no consiguen reinstalarlas por falta de medios. “Este tiempo los protestantes, que tienen su iglesia en la esquina, nos prestan las suyas haciendo ellos la llamada para nuestras misas”. Eso debe ser el famoso y teológico “ecumenismo”; qué bonito.
Y, sí: el par de campanas estaban ubicadas al frente, como se aprecia. La iglesia católica es una capillita con un salón multiusos más grande que permite ampliarla por un costado: abriendo una mampara y girando el altar y el ambón, se arma la Eucaristía. En este local se suceden muchas actividades durante la semana: guardería, taller de yoga para mayores, grupo bíblico, club de lectura, catequesis para los niños… Pero la misa es solo los sábados. Y no hay bancas, sino sillas.
La parroquia funciona pues como un pequeño pulmón social del barrio. Hay WiFi y cocina, asesoría, meditación, se puede ir a reuniones, estudiar o leer, y avisaron de que aquellas personas que estén solas pueden llegar a la parroquia a pasar Nochebuena, porque van a organizar una cena. Y para los que no puedan moverse de casa, la comunidad ofrece voluntarios para ir a acompañarlos esa noche. Me gusta que inviertan plata en esas cuestiones antes que en las campanas o en la decoración, que es muy sencilla, con el sagrario de madera.
El sacerdote es indio, pero se nota a la primera que no se trata del párroco, tal y como se entiende habitualmente. Lo sé porque hay otras personas que dirigen la Eucaristía: una señora, algún joven y un hombre de unos 40 años que está revestido pero no lleva ninguna estola, y es quien hace la homilía. Cada cual agarra su libro de himnos a la entrada, y se canta con acompañamiento de piano. La música armoniosa y meditativa, junto con la iluminación baja, crean un ambiente sereno e intimista. Almudena me cuenta que hay un coro que es compartido con todas las iglesias de la zona; incluso acá vienen los anglicanos a realizar sus cultos, de nuevo el ecumenismo real y cotidiano.
Nos dan una cartulina amarilla con una vela dibujada y nos invitan a que escribamos motivos de esperanza al comienzo del Adviento. Luego colocan todas las cartulinas en un panel, y sobre él una llama de cartón, de modo que aparece una vela gigante compuesta entre todos. El celebrador lee algunos mensajes: “la amistad”, “estar juntos”, “el sol”, “la próxima primavera”… Recién empiezo a comprender el sentido de la corona de Adviento, de la importancia de la luz (a los alemanes les encantan las velas, las hay por todas partes) en este clima tan frío con un invierno tan largo y oscuro. Para nosotros la corona es un mero adorno litúrgico.
La gente se cansa de los días cortos, de la obligación de estar en la casa con la calefacción, de la ausencia del sol. El Adviento es mucho más relevante que en el sur, es un itinerario de celebración familiar: todos se reúnen el domingo en el desayuno y prenden la luz, en la espera del Señor, del buen tiempo, de la vida renacida. Nosotros también lo hicimos, y cada cual tuvo su detalle, el primero del calendario: un bombón, un acertijo, un juego, una galleta (a los alemanes también les chiflan)… Y así cada día hasta la Navidad.
Llegó el momento de la comunión y me percaté de que el padre pasó directamente a distribuirla junto con el ministro. Solo al final, y junto con todos los niños y jóvenes, monaguillos y no, él comulgó. Después, tres laicos salieron a pronunciar cada una de las invocaciones de la bendición solemne, y todos contestábamos “amén”, algo que me sorprendió y agradó, y que pienso copiar.
A la salida, un compartir comunitario: saludos, conversaciones, había vino caliente y especiado que, con la helada que estaba cayendo, entraba de maravilla. También unos panes que tuestan al fuego pinchados en unos palos largos, y por supuesto ¡galletas!
Feliz Navidad.