Absolutamente irrecuperable, la intimidad

Como la lengua entre los dientes, nuestro corazón guarda ese cuándo, ese dónde: caminos silenciosos, senderos inusitados, casas pequeñas o inmensas, ese cómo y con quién en donde brilla lo extraordinario, eso es la intimidad, absolutamente incomunicable. Los habitantes del mismo pueblo, a pesar de las diferentes y querellas, están unidos por una honda amistad, fraguada en las intimidades y violencias de las tardes de primavera, en los atardeceres de otoño cargados de palabras gruesas y en las largas tertulias. Ocurre que a veces cada uno de nosotros mismos nos empeñamos en silenciar y sepultar nuestra singularidad por miedo a hacer el ridículo. Hay quienes, por el contrario, gritan su vida queriendo hacernos creer que es única por original e ingeniosa y no siendo más que una ridícula imitación de lo que otros hicieron hace tiempo. Cosas que solo pueden darse a entender. En el centro del mundo, sumido ya en la penumbra cuando el sol aún acaricia nuestros pies, nos sentiremos alejados de todo y solos en la intimidad de la ausencia.  El hablar de las lenguas de bronce de las esquilas, los chaparrones, los rayos, amaneceres y los atardeceres de nuestro recoveco, y el extraño ruido de las rocas nos invitan a huir o a quedarnos aquí para siempre. No hay manera de luchar contra el cielo ni de resistir la sonrisa de los ángeles.

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