Cuando el sol se desmorona sobre un caos de ventanales rotos y puertas desportilladas todavía en la luz del atardecer apoyado en el margen de la oscuridad, sentado sobre las ruinas de la vieja casa recuerdo como desaparecían en el aire las campanadas suaves como canto de lechuza y los chillidos de urracas gritadoras. Ahora, mientras llega la negrura sin campanas y sin urracas, el susurro del follaje de nogales y manzanos desaparece por los recovecos de la aldea mezclado con conversaciones imperceptibles de la gente ausente que transita por las calles llenas de voces muertas, el ladrido de un perro lejano se arrastra sobre los tejados destejados, como destrenzada cabellera, y el hacha del leñador, escapando por las chimeneas, vuela hasta en cielo en columnas oxidadas de colores cenicientos. Pero el grito de entonces del Eiroá me llega trazando un surco en el aire como muro contra el grito del oscuro silencio, contra el desierto del aire y contra el chirrido de las cerraduras que no alerta a nadie