La riña con el viento de los ramos de los niños, unos ayudando a misa, otros en la tribuna, fue banda sonora de la ceremonia, bellísima, sencilla, tal vez la sencillez sea la antesala de la belleza. Al terminar la misa algunos niños corrieron a la sacristía a ofrecer caramelos y galletas de sus ramos al sacerdote, otros los repartieron entre la gente a la salida de la iglesia. De vuelta a casa, las familias llenaron la terraza del bar para tomar el vermut. Cada casa ata uno, o varios, de sus ramos a la entrada de casa. A lo largo del año, cuando amenaza tormenta queman una hoja del ramo en la chimenea, o en el fuego del hogar si lo hubiere. Llegado el nuevo Domingo de Ramos, lo que reste del ramo del año anterior se quema o se guarda para sazonar guisos. “Eso es lo que siempre se hizo pero ahora muchas casas han olvidado esas tradiciones”, dijo alguien.