Al insinuarse la aurora, salieron los hombres a pescar el cordero. Después de romperle la cerviz y haberse escapado su alma, el matarife lo destazó y los pedazos tendió sobre el asador atizado con troncos de roble. La abuela invitó a todos a pasar a la larga y fuerte mesa de roble cubierta de fina bajilla, bendijo la mesa, repartió entre todo el pan, el abuelo escanció el primer sorbo de generoso vino en copas que desprendían destellos de luz, los jóvenes sirvieron la carne asada con olor a tomillo y solo entonces cada uno puso mano en los ricos manjares. Después de un brindis del abuelo en honor de los que otrora estaban y hoy no estaban, pero eran, a algunos se les escapó el llanto por ambas mejillas. Tomaron los postres regados con café y varios licores. Luego los ricos en años continuaron sentados llenando las horas con sucedidos de cuando eran niños. Con el cuerpo saciado de pingües manjares y al alma regada con agradables relatos salieron a pasear y regresaron a casa cuando las sombras empezaban a ganar las calles y el brillo de la luna invitaba a los espíritus a errar por el mundo