La intimidad.

“No se puede explicar con palabras, hay que sentirlo, hace parte de la sangre, se lleva en los genes. Hace falta haber nacido y vivido aquí de niño.  Cuando llega el momento y no estoy en el pueblo me siento como un mendigo al que, llegada la noche, se le cierran todas las puertas, el corazón se me sale del pecho, late en otro sitio y durante mucho tiempo tengo nostalgia de esos momentos que he vivido lejos de mi centro”, me dijeron estos días a propósito del carnaval. Los sitios y los momentos son para todo el mundo escenarios, decoración de un espectáculo. Para los nativos del lugar, el tiempo y el espacio de un acontecimiento vivido desde la infancia son cualidades de la vida a la que dan sentido y tiñen de color. No hay filosofías que sustituyan esos momentos ni razones que expliquen por qué es así. A veces no es más que la ternura de lo nunca sucedido. Esta intimidad del hombre con el tiempo y el espacio, que se logra en la infancia y durará todo el resto de la vida, es lo que hace que la infancia, como dice el poeta sea “el paraíso del hombre”.

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